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Columna
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Continuar, satisfactoriamente, en la crisis

Si uno deja de mirar la triste realidad y atiende sólo a los frívolos textos periodísticos y a los dictámenes de las otras frivolidades, se puede casi afirmar que esa crisis financiera y económica tan cacareada es, de momento, un paso positivo para la mejora cotidiana de nuestra sociedad. Nos hemos pasado años construyendo una línea de batalla progresista contra el abuso depredador del turismo, contra las incomodidades circulatorias y contaminantes de los automóviles, contra las fórmulas abusivas del consumismo, contra la destrucción urbanística de nuestras costas y de nuestras periferias urbanas. Y ahora vemos como, de golpe, todo ello se está superando, no precisamente por el éxito de unas políticas sociales sensatas o unos programas económicos radicales, sino gracias a la inesperada maldición de una crisis que ha caído como una plaga universal. Una plaga cuyas consecuencias parecen ser teóricamente positivas o, por lo menos, indicadoras de un momentáneo triunfo de aquella línea de batalla. Las fábricas de automóviles cierran o reducen sus producciones; el turismo decae y empieza a liberar calles, playas y hoteles; el consumo y la inflación caen en picado; la construcción en los paisajes de la costa y en los suburbios se para radicalmente y deja vacías y disponibles más de un millón de viviendas. Redondeando el panorama esperanzador, los gobiernos ofrecen, para reducir el paro obrero, unos grandes programas de obra pública que seguramente solucionarán definitivamente buena parte de los déficit de nuestras viejas y pobres infraestructuras. Finalmente, incluso alguien anuncia la guinda del pastel, la del buen gusto: el secretario de una entidad empresarial alarmaba hace días a la ciudadanía diciendo que si no se superaba la crisis, las empresas no podrían participar en los habituales servicios colectivos como, por ejemplo, los vomitivos adornos luminosos de las fiestas navideñas. Una ganancia para el buen gusto colectivo y una elegante reducción de la euforia consumista. Con este panorama, parece que hay que persistir en esta crisis que, por sí sola, enfoca tantos temas recurrentes pero a menudo olvidados en tantas campañas electorales que abanderan el progresismo ecológico y sostenible.

Es la misma situación la que ofrece los instrumentos para un cambio radical
La crisis, bien interpretada y bien encauzada y asumida, puede ser el principio de una gran experiencia de transformación

Dejando aparte las exageraciones y los sarcasmos de las paradojas, hay que reconocer algunas lecciones de cierta trascendencia en la experiencia de esta crisis. La primera va dirigida a los ciudadanos conservadores, a los que directa o indirectamente esperan y apoyan la continuidad de un sistema que, para simplificar, podemos considerar presidido por el mercado y por la potencia del consumo. Estos ciudadanos entenderán ahora, definitivamente, que no se pueden permitir veleidades reformistas. Si quieren recuperar el éxito del sistema, deben dejar de preocuparse por la polución de los automóviles, por la mutilación del paisaje y por la invasión de un turismo bárbaro que anula realidades sociales y culturales. Deben aceptar, sin coqueteos humanistas, las consecuencias negativas más aparentes del sistema, porque son indispensables en su misma formulación. Si no quieren crisis, que se conformen con los inconvenientes del consumo. Ya se está viendo de qué manera los políticos y los economistas apoyan ahora la fabricación de automóviles como una de las bases indispensables de la recuperación. Ni siquiera los ecologistas y los ambientalistas, las izquierdas del verde y la sostenibilidad, se atreven a contradecirlo: salen de una campaña a favor de un urbanismo que limite la circulación rodada o de un sistema de infraestructuras de acero, contra las de goma y asfalto, y ya tienen que aceptar que, sin proteger a fondo la industria del automóvil, la economía internacional no funciona. Si esto es así, que lo reconozcan en sus programas políticos y que no hablen más a través de dos altavoces contradictorios.

Otra lección de la crisis, completamente opuesta, puede ser recogida por los ciudadanos que, sinceramente, esperan algún cambio: la crisis, bien interpretada y bien encauzada y asumida, puede ser el principio de una gran experiencia de transformación. Nunca habíamos tenido la industria del automóvil tan dispuesta a aceptar una caída irreversible; nunca la construcción había llegado a tal envejecimiento económico y productivo; nunca el turismo había anunciado una tal necesidad de remodelación; nunca había habido tantas viviendas vacías destinadas al abandono o a un aprovechamiento social anticomercial de urgencia; nunca ha habido una inflación tan baja. Es la misma crisis, pues, la que ofrece los instrumentos para un cambio radical. ¿Sabremos aprovecharlos? Depende de su persistencia y del acierto de las intervenciones correctivas. De momento, quizá convenga estabilizarse en ella y cambiar costumbres y energías en cualquiera de los dos bandos: o dejar de criticar los embotellamientos, el bajo turismo y la bárbara mutilación de las costas -entre muchos más problemas de índole parecida- para aceptarlos como base de estructuración de un sistema incorregible, o reclamar la puesta al límite de las condiciones revolucionarias que ofrece la crisis. Pero me temo que no ocurrirá ni lo uno ni lo otro. Quizá el único gesto eficaz será la guinda del buen gusto que anunciaba aquel empresario: un par de años sin los abominables adornos navideños, un par de años con menos exhibición consumista que señalarán tímidamente los gestos de una revolución inevitable pero todavía lejana.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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