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Columna
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De menores y catedrales

Escribió Heine que "las catedrales no fueron construidas porque los hombres tuvieran opiniones sino porque tenían convicciones". Y si tuviera que elegir una única manera de distinguirlas, diría que mientras las opiniones pueden (y suelen) quedarse en la teoría, las convicciones llevan dentro de sí como un movimiento o un anhelo de aplicación práctica, se reconocen en una mayor implicación de lo personal en lo colectivo. Tiendo a pensar que la crisis en la que estamos sumidos se debe también o en gran medida a que vivimos tiempos individualistas, esto es, de poca convicción; o donde se expresan muchas más opiniones particulares que convicciones sociales. Tiempos, además, donde junto con las opiniones formadas conviven, bajo el mismo nombre, manifestaciones mucho menos consistentes, expresiones apresuradas o determinadas por la oportunidad, el cortoplacismo o ese horror a la pausa, la meditación y el silencio que también parece presidir nuestra época. Lo que conduce a menudo a la cacofonía, a un tirar las voces cada una por su lado, incluso a la hora de encarar los asuntos más relevantes y más necesitados de un abordaje "convencido", es decir, de un tratamiento social inteligible y armónico.

La educación de los menores me parece uno de esos temas donde se expresan más opiniones que convicciones; donde no hay polifonías (pluralidad de voces articuladas en torno a un objetivo común) sino barullos de solos que a menudo se desactivan los unos a los otros por superposición o contraste. Y así, muchos padres se muestran desorientados en o desbordados por la tarea de educar a sus hijos. Y los profesores no digamos, porque a lo suyo tienen que sumarle lo anterior, a lo del aula lo de casa. Y el ciudadano de a pie también, aturdido cuando no horrorizado por encontrarse por la calle con tantos críos a los que parece no haberles rozado nunca la sombra de una norma, de un código básico de reparto-respeto de lo privado y de lo público.

Se está hablando mucho de los menores inmigrantes no acompañados, de las dificultades que plantea su integración. Y lo que destaca como clave del asunto es la ausencia, en las instituciones responsables de su acogida, de un proyecto educativo claro y global. Pero, y sin negar las especificidades de estos casos, creo que esa falta es sólo una parte pequeña de otra mucho mayor: la ausencia o abandono de un proyecto educativo (de valores y conocimientos) general, de un sistema socializado de relaciones y transmisiones intergeneracionales. Creo que estas y otras tensiones juveniles sólo se resolverán o encauzaran debidamente en dentro de un nuevo pacto social, de una convicción educativa que recomponga reglas comunes, despeje malentendidos (como la confusión de la autoridad con el poder), y distribuya con claridad los espacios de decisión de cada cual (los profesores no pueden ser desautorizados y/o sustituidos por los padres ni viceversa).

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