Un lecho de cartón
Desde hace dos semanas, una señora duerme en mi portal sobre un lecho de cartones, rodeada de bolsas de plástico y amparada del tráfico de la calle por un paraguas. No pretendo establecer con ella los vínculos que el escritor inglés Alan Bennett formó con la excéntrica anciana que acabó invitada a instalarse en su propio jardín, tal y como nos cuenta en el delicioso libro La dama de la furgoneta recién publicado por Anagrama. Desconfiado al principio de la figura de esta malhumorada vagabunda que vivía dentro de un desvencijado vehículo aparcado día y noche ante la puerta de su casa, en el barrio londinense de Camden Town, Bennett fue sintiendo por ella curiosidad, interés, simpatía y fascinación, tal vez envueltos en un sentimiento general de culpa o embarrassment muy británicos. Hablando por boca de sus vecinos, habitantes de esa zona mayoritariamente high brow y progresista del noroeste de Londres, Bennett lo expresa sin rodeos: "Había una grieta entre nuestra posición social y nuestras obligaciones sociales". La primera, la condición de burgueses, les inclinaba al rechazo de la incordiante y muy poco limpia ocupante de la furgoneta, pero las segundas, la noción de un deber de asistencia compasiva, llevaron a más de uno, y en especial al escritor, a introducirla en sus rutinas cotidianas: Miss Shepherd, el nombre (falso) de la dama, "podría vivir dentro de esa grieta".
La señora que duerme en mi portal se acuesta pasadas las doce para no molestar a los vecinos
A la señora que duerme en mi portal la veo de refilón. Se acuesta, según me ha dicho el portero, pasadas las doce de la noche, sin duda para no molestar más que a los trasnochadores como yo. Por esa misma condición, cuando por la mañana, nada temprano, bajo a comprar los periódicos, ya no está. Me pregunto dónde pasa el resto del día, consciente de que con preguntas de ese tipo empezó a involucrarse Bennett con la Miss Shepherd de la furgoneta. La convivencia entre ambos, por decirlo de ese modo, duró 15 años, hasta la muerte súbita de ella en el interior del van situado permanentemente junto a un cobertizo del jardín del escritor. Ni siquiera al morir dejó esta talluda señorita tory y papista furibunda de habitar, al menos mentalmente, en Bennett. Asistió él a su funeral católico (una escena de magistral relato humorístico), fue uno de los escasos acompañantes en su entierro, y se preocupó después de penetrar en la inexpugnable -y repugnantemente sucia- furgoneta llena de cachivaches inútiles y comida descompuesta. También investigó su pasado, llegando a averiguar, y así acaba el breve libro, que Miss Shepherd, en realidad Miss F., fue en su juventud una pianista de talento que había estudiado en París con el famoso Alfred Cortot, quien le animó a seguir una carrera de solista. No lo hizo, eligiendo, al contrario, meterse a monja en dos ocasiones. Tampoco en el convento perduró.
Yo no tengo jardín ni la generosidad del estupendo dramaturgo y novelista inglés; tampoco, de momento, su culpa social. Por ello, mi máxima preocupación del momento es saber si la señora que pernocta en mi portal es una de las personas que ahora, según dicen las crónicas, acuden en gran número a los comedores sociales gratuitos. ¿O se alimentará, por el contrario, rebuscando en las basuras, como se hace cada vez más a las puertas de los supermercados y los restaurantes? No sé la calidad ni el volumen preciso de los desechos que mis vecinos y yo tiramos cada día en los contenedores de la acera, a pocos metros del lecho de cartón de esta homeless, pero ya todos, ella y nosotros, somos posibles reos de delito.
En su celo arbitrista y veleidoso, que adopta una iniciativa supuestamente ecológica y viola casi todas las demás, el Ayuntamiento de Madrid prohíbe hurgar en la basura, y ha dictado al respecto unas durísimas ordenanzas de limpieza con multas muy elevadas; se multiplica por 12 la sanción hasta ahora establecida por hurgar en las basuras, pasando de 60 a 750 euros. También, me entero, podrán ser sancionados aquellos sin techo que guarden y acarreen cartones y ropa en lugares públicos.
Pasaríamos así a ser infractores los vagabundos y los acomodados, ya que la ley municipal quiere hacer a todos los ciudadanos con casa responsables de lo que dejan en la calle. Y eso en ciudades donde no los mendigos, sino los niñatos, se dedican los fines de semana a volcar los containers, a vaciar papeleras y destripar las bolsas de distintos colores que tú has depositado cuidadosamente, quizá pensando que un hombre desaliñado y hambriento que arrastra un carrito cargado de humildes pertenencias o una mujer protegida del mundo exterior por un paraguas se acercaban a reciclar tus sobras y comer tu yogur caducado.
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