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Columna
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Responsabilidad política

La coincidencia de la vista penal del caso del Yak-42 con la acumulación de otros asuntos todavía no dirimidos política o judicialmente en los que cabe presumir una actuación más que dudosa de algunos cargos políticos, ha reverdecido la espinosa cuestión de la responsabilidad política. Una y otra vez, ya sea porque se desempolven casos antiguos, como ocurre ahora con el luctuoso accidente de aviación, o porque aparezcan otros nuevos, nos vuelve esa incómoda sensación de que su ejercicio no va con nosotros, que es una de las asignaturas pendientes de nuestra vida democrática. Todos recordamos gran cantidad de casos habidos en los países de nuestro entorno que fueron seguidos de dimisiones fulminantes. El más espectacular quizá fuera el de la ministra sueca que se vio obligada a hacerlo al conocerse que había utilizado los puntos de una tarjeta oficial de viajero frecuente para hacer algún viaje privado. Y en el mundo anglosajón es una práctica a la orden del día, como bien puede atestiguar el antiguo ministro del Gobierno de Tony Blair Peter Mandelson, quien hubo de dimitir dos veces de sendas carteras ministeriales.

Si las elecciones se pierden se entiende que las faltas han sido purgadas; y si se ganan, han sido perdonadas

En muchos otros aspectos no es tanto lo que nos diferencia de las democracias más avanzadas, y así lo atestiguan las más serias clasificaciones de calidad de la democracia en las que nuestro país ostenta últimamente un puesto más que decente. Pero ¿por qué no en esta dimensión específica tan reveladora de un auténtico espíritu y madurez democráticos? Una posible respuesta la podemos encontrar por vía indirecta observando algunos detalles de una reciente excepción a la regla, la dimisión del ministro Bermejo. Frente al negacionismo metodológico del PP respecto a su amplio abanico de escándalos fue un verdadero soplo de aire fresco verificar que, por la otra parte al menos, se reaccionaba con cierta dignidad ante un caso que era, además, de un menor calado moral. La decepción vino, sin embargo, cuando el ex ministro nos ofreció las razones de su retirada: no perjudicar al Gobierno. Es decir, por consideraciones de oportunidad partidista, no por haber hecho algo incorrecto. El punto de referencia se ponía así en su grupo político, no en el mayor o menor ajuste de su conducta a consideraciones de corrección ética. Parece, pues, como si cada cual fuera responsable ante los suyos, no ante la propia conciencia.

La conclusión provisional sería entonces que la responsabilidad se ejerce o no dependiendo de las consecuencias políticas concretas derivadas de hacerlo, en función de cómo se valoren sus efectos a la luz de los intereses partidistas de cada coyuntura. Y, dado que el reconocimiento de que algo se ha hecho mal siempre ofrece una baza formidable al adversario, los incentivos caen del lado del negacionismo o del castizo "y tú más". Lo más grave es que se pospone la decisión a un pronunciamiento judicial, subvirtiéndose así la naturaleza específica de la responsabilidad política, que no se subsume bajo la responsabilidad jurídica, como bien atestigua también el caso Bermejo. Por eso sorprende la conocida cantinela de la "judicialización de la política", cuando son los propios actores políticos quienes tantas veces recurren a los jueces para dirimir sus conflictos. Y se provoca a la vez, precisamente por eso, el proceso contrario de intentar controlar políticamente a la judicatura, la "politización de la justicia". Una deficiente práctica en el ejercicio de las responsabilidades políticas tiende también a provocar, por tanto, una considerable lesión en las relaciones de los poderes del Estado.

La esperanza de fondo se pone, sin embargo, en una especie de milagrosa redención electoral de los pecados. Si las elecciones se pierden -como tantas veces se nos está recordando ahora con el caso Yak-42- se entiende que ya han sido purgadas las faltas, todas ellas; y si se ganan, se eleva la presunción de que han sido "perdonadas". De esta forma, la decisión se traslada a los ciudadanos, los verdaderos jueces de la acción política en democracia. Pero, eso sí, envuelta en todo el fárrago de propuestas, discursos y demás elementos propios de la oferta electoral. Saber qué parte de la decisión ciudadana está influida por consideraciones de exigencia de responsabilidades políticas y no por una mera cuestión de partidismo atávico o identitario, o de valoración más general del rendimiento de un Gobierno es una tarea casi imposible. Aunque esto, como casi todo lo que explica un mejor o peor funcionamiento del sistema democrático, depende de la cultura política de fondo. Cuanto más exigentes y escrupulosas sean nuestras demandas a la clase política, tanto mayor será también su ejercicio de la responsabilidad.

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