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Netanyahu pacta con los judíos ultraortodoxos

El jefe del Likud pretende atraer también a los laboristas a su Gobierno

Empeñado en dotar a su Gobierno de un barniz de moderación, al menos en el discurso, y con la intención de mitigar roces con la nueva Administración de Estados Unidos, Benjamín Netanyahu, jefe del Likud, trata por todos los medios de que el Partido Laborista acceda a formar parte de su Ejecutivo. Conseguido ya el respaldo de los extremistas -Yisrael Beiteinu y el ultraortodoxo Shas-, Netanyahu cuenta con 53 diputados de los 120 de la Kneset. Ayer pactó con el Shas (13 escaños), siempre presto a eludir el frío de la oposición y a lograr fondos para sus proyectos religiosos y sociales. Falta que Ehud Barak, presidente laborista, convenza a los 12 diputados de su partido.

El Shas ha conseguido sus objetivos y los ministerios desde los que puede fomentar los intereses de sus electores, los ultraortodoxos sefardíes originarios de países árabes o musulmanes. Además de hacerse con la cartera de Interior -que no ejerce las competencias sobre la policía (Seguridad Interior)-, se hará cargo del Departamento de Vivienda. Las carencias de las familias ultraortodoxas, siempre numerosas, son agobiantes, y su expansión a barrios tradicionalmente laicos provoca disputas en varios vecindarios de Jerusalén. También será responsable de un Ministerio de Religión. Y lo que les resulta crucial: contará con un ministro dependiente de la Oficina del Primer Ministro responsable de administrar el sistema educativo ultraortodoxo. Especialistas laicos consideran que la división del sistema de enseñanza provocará profundas brechas entre los ya muy dispares sectores de la sociedad israelí.

Junto a las subvenciones escalonadas concedidas hasta el cuarto hijo, una de las principales batallas en la negociación con el Likud, la financiación de las yeshivas (escuelas talmúdicas) centró la pelea del Shas. Los partidos laicos no dudan en tildar a esta formación ultraortodoxa de "chantajista". Pero todos los primeros ministros de las últimas dos décadas -salvo Ariel Sharon, que se alió con los liberales- se han rendido a sus exigencias para formar Gobierno. Netanyahu, que redujo sustancialmente esas ayudas cuando ejerció como ministro de Hacienda en el Gobierno de Sharon, hace seis años, se ve forzado ahora a acceder a esas demandas.

La alianza con el Shas no es sorpresa. Lo sería que a la coalición se sumara el Partido Laborista, fundador del Estado y hoy en sus horas más bajas. La bronca es mayúscula en sus entrañas, sus parlamentarios están enfrentados por la iniciativa de Barak, líder alérgico a separarse del poder, de subirse al carro del Ejecutivo. En la noche electoral del pasado 10 de febrero, tras la hecatombe sufrida en las urnas, proclamó que los 13 diputados laboristas se sentarían en los escaños de la oposición, y prometió hace sólo 10 días que no sostenía conversaciones secretas con Netanyahu para ingresar en el Gobierno. Lo estaba haciendo, y con gran ahínco. Algunos correligionarios tachan su actitud de "patética".

Hoy se celebra una convención laborista que se augura tormentosa. Entre otros motivos porque Barak decidió formar un equipo para negociar el programa con el Likud sin contar con el resto de la dirección. "La designación de ese grupo sin la aprobación de las instituciones del partido es algo que nunca ha sucedido y viola las reglas democráticas para imponer un hecho consumado", declararon los siete diputados que abogan por mantenerse en la oposición y que consideran la jugada de Barak un suicidio para la histórica formación política. Los legisladores que rechazan unirse al Ejecutivo esgrimen que será imposible rehabilitar la dañada imagen del laborismo desde una coalición con la ultraderecha.

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