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Cosa de dos
Columna
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El Mal

El archivador con el que se protegía de la mirada pública Josef Fritzl, el monstruo de Amstetten, es una agobiante metáfora del Mal. El Mal no tiene rostro, pasea con la gravedad de su pus sobre los episodios humanos, y deja una atmósfera latente de podredumbre y de miedo, pero tarda en mostrarse. Convive con su horror, y se oculta.

El Mal es la historia del Mal. Si hoy se lee lo que hizo este hombre para ser ahora el símbolo perfecto del Mal en la historia -maldad hacia el prójimo, reincidencia en la maldad, heridas sucesivas contra la propia hija, contumacia en el crimen, ausencia de arrepentimiento- se colegirá que esa carrera hacia su infierno estaba ya en su propia mirada, en su aliento. O iba progresando hasta llegar al rostro.

Cuando viajaba con sus amigos por el mundo, consciente sin duda de que atrás quedaba aquella esclavitud infamante, no debía tener aún el Mal en el rostro, o no absolutamente, o al menos él no debió vérselo desde dentro. Por eso siguió como si tal cosa, no necesitaba protección alguna, iba con el rostro descubierto, era para sí mismo un malvado inocente. Y ahora ahí le vemos, ha llegado al final de su infamia, y entonces se agencia en la cárcel, o se lo ha llevado el abogado Rudolf Mayer, un archivador azul tras el que esconde el encendido rostro de la culpa, o de la vergüenza, que no son dos cosas iguales.

La imagen, en movimiento o fija, es nítida, fotográfica, pero tiene también la calidad de los dibujos que el viejo periodismo hacía de los más famosos criminales. No hace falta mirar mucho para observar que ese individuo que anda así, en volandas, apoyado por los guardias para que no pierda pie, parapetado gracias a la opaca ayuda del archivador, es alguien que quizá viva con una culpa perfecta, incontrovertible.

La gente le preguntó al abogado: qué pasó, por qué se esconde. La historia tiene preguntas menos ingenuas, pero a veces los periodistas preguntamos lo obvio, sólo por si se nos ha escapado algún detalle.

Y Mayer, el abogado del monstruo, respondió también lo obvio para explicar qué hacía el archivador ocultando los bigotes ya simbólicos del malvado: "Simplemente, se ha avergonzado". Simplemente. La vergüenza es el último recurso del Mal, su vestimenta menos onerosa. Hay vergüenza, pero da asco.

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