El tejeringo
Surgen a nuestro alrededor en estas fechas, es de suponer que atraídas por el fuego, cientos de cabañas en las que se produce el churro o tejeringo, feliz manera de denominar al primero en otros lares, confundiendo, como es costumbre en multitud de ocasiones, el instrumento y el producto que con él se logra. Véase, al respecto y como ejemplo, la paella y la paella, o el puchero y el puchero.
Las fiestas falleras han tenido desde los principios de su historia a la masa de harina como máximo protagonista gastronómico, pero su concreción comestible, una vez frita, se ha titulado buñuelo, siendo los de viento -o sea, asistidos de la nada- y los de calabaza los más aplaudidos y venerados por la población, que gustaba de gustarlos a toda hora aunque con especial incidencia en la madrugada, hora en que aportaban un punto de razón a los cuerpos tan ahítos de licor como destemplados.
Las pequeñas industrias acompañaban durante las fiestas a cada falla y a cada casal, y el acre y reconocible olor a aceite frito hacía presagiar a los falleros y visitantes que el momento de templar los cuerpos estaba próximo.
Quizás haya algo de nostálgico en esa escena, y seguro que algunos de los aceites que soñamos tenían el punto rancio y requemado que acontece cuando la economía del industrial, minúsculo y artesano, no es lo sólida que sería de desear. Pero sin duda los ambientes distarían mucho del que ahora nos rodea y nos agobia, desde muchos días antes de que las fiestas comiencen y por doquier, y en los que el perfume apuntado, acre, que se agarra a nuestras gargantas y nuestras ropas de forma descomunal nos lleva a la maldición.
De aquellos buñuelos a estos tejeringos.
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