Doble vara de medir
Recordemos brevemente los términos del asunto: a mediados de la pasada semana, el Tribunal Penal Internacional (TPI) emitió una orden de arresto contra el presidente de Sudán, Omar Hassan al Bashir, imputándole crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad presuntamente cometidos sobre todo en la región de Darfur Occidental. Desde febrero de 2003, y según fuentes de la ONU, la represión del ejército sudanés y de sus milicias auxiliares janjaweed (que cabría traducir por "demonios a caballo") contra los rebeldes de las etnias Fur, Zaghawa y Massaleit ha provocado 300.000 muertos y una cifra 10 veces superior entre desplazados y refugiados. En represalia por la decisión del TPI, el dictador de Jartum ha comenzado a expulsar a las ONG desplegadas en el oeste del país, dejando a millones de civiles sin la vital asistencia alimentaria y médica que aquéllas proporcionaban.
El régimen sudanés está dejando Darfur sin cooperantes y a millones de desplazados en riesgo catastrófico
Tal vez convenga añadir que la de Darfur no es ni la primera ni la peor tragedia imputable al régimen sudanés. Desde la independencia -alcanzada en 1956- el poder arabo-islámico central sostuvo una primera guerra civil contra las demandas de autogobierno del sur negro-africano y cristiano. Para cuando se firmaron los acuerdos de Addis Abeba de marzo de 1972, ese conflicto había causado ya más de 700.000 muertos. En 1983, la creciente islamización del Estado reactivó la rebelión sudista, espoleada desde 1989 por el golpe militar y la dictadura del general Al Bashir, una rebelión que iba a prolongarse hasta los acuerdos de Nairobi (enero de 2005) y que dejó un balance mínimo de 1,5 millones de muertos.
Naturalmente, ninguno de esos cadáveres (que incluían una enorme proporción de niños y mujeres) ha aparecido jamás en nuestras pantallas de televisión, menos aún en las emisiones de Al Yazira u otras cadenas árabes. Tal vez sea por esta invisibilidad, o quizá porque en Darfur los verdugos son musulmanes arabo-nubios y las víctimas son poblaciones negras sólo relativamente islamizadas; pero lo cierto es que, a lo largo de los últimos seis años, las matanzas en el oeste sudanés no han suscitado, dentro del vasto e hipersensible espacio que va desde Marruecos hasta Indonesia, ninguna emoción, ninguna protesta, ni una bandera quemada ni una embajada apedreada. Si las caricaturas de Mahoma inflamaron al mundo musulmán, las carnicerías de Darfur no han provocado en él ni un pestañeo.
Más aún: apenas el Tribunal Penal Internacional hubo dictado su orden de detención contra Al Bashir, los líderes de ese mundo islámico se movilizaron en defensa del déspota encausado. La Unión Africana, presidida actualmente por el ínclito coronel Gaddafi, ha rechazado con energía la decisión del TPI. Por su parte el presidente del Parlamento iraní, Ali Lariyani -activísimo siempre en la denuncia de los "crímenes sionistas"-, calificó en Jartum el procesamiento de Omar al Bashir como "un insulto", "una afrenta a los musulmanes" y una "conspiración contra el islam", que es la fórmula consagrada en esa parte del planeta para escabullir cualquier responsabilidad, error o culpa.
Obsérvese que Lariyani y compañía no niegan la existencia de masacres ni violaciones masivas de los derechos humanos en Darfur. Su tesis tácita es que, habiéndolas ejecutado u ordenado un legítimo poder islámico, son el justo castigo de una revuelta y, en todo caso, un asunto interno que no admite condenas internacionales. Éstas quedan reservadas para los tal vez 3.000 muertos palestinos en el conflicto con Israel desde 2003 acá; cien veces más vidas segadas, durante el mismo periodo, en el oeste de Sudán no tienen ninguna importancia.
Parecida falta de simetría en las reacciones es observable entre nuestra opinión publicada y nuestra clase política. Cuando, dos meses atrás, el consejero Joan Saura y sus compañeros de partido acudieron a diversas manifestaciones contra la intervención militar israelí en Gaza, justificaron dicha presencia -y siguen justificándola hoy- en nombre de un "imperativo ético", de un deber de solidaridad con las víctimas de la opresión, no por ningún doctrinarismo ideológico ni cálculo electoral. Es admirable pero, siendo así, ¿cómo entender que en seis años no hayan organizado ningún acto público, ninguna movilización, ninguna campaña contra las atrocidades del régimen sudanés en Darfur? ¿Acaso unos muertos interpelan a su ética y otros no, dependiendo del país de defunción? ¿O tal vez, para la "izquierda inteligente", sólo pueden ser opresores los soldados israelíes en Gaza y los norteamericanos en Irak, no los atezados esbirros del dictador Al Bashir? ¿O quizá, sencillamente, sus anteojeras dogmáticas les impiden reconocer los crímenes de un Gobierno del Tercer Mundo, impregnado de islamismo, protegido por la China del partido único y mal visto por Estados Unidos?
Está en la memoria de todos el fragor de declaraciones para denunciar las trabas y agresiones de Israel a la distribución de ayuda humanitaria en Gaza, y advertir del gravísimo peligro en que ello ponía a la población civil de la franja. Pues bien, el régimen sudanés está dejando Darfur sin cooperantes humanitarios y a millones de desplazados en riesgo catastrófico, pero aquí apenas nadie se inmuta. A partir de los 1.300 muertos de Gaza, infinidad de voces hablaron de genocidio. Y bien, tras 300.000 muertos en Darfur, el Tribunal Penal Internacional evita el cargo de genocidio, pues no considera suficientemente probada la voluntad del Gobierno de Al Bashir de exterminar a los grupos étnicos autóctonos de esa región. Sin embargo, aquí nadie ha corregido o matizado su discurso ni un milímetro: pocas ideas, pero fijas.
Joan B. Culla i Clarà es historiador
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