Liberales, a su manera
Después de las celebraciones del ocho de marzo, los problemas de las mujeres pasarán un segundo plano. Sin embargo, ahora es un buen momento para volver a pensar en las difíciles relaciones que tradicionalmente venimos manteniendo con las iglesias, ya sean católicas, protestantes o islámicas y con los idearios conservadores que se apoyan en las religiones. El asunto, como verán, tiene relación con los problemas -políticos- que hoy nos afectan en relación con la moral -pública y privada- que exhiben nuestro Gobierno autonómico y nuestra sociedad. Empezaremos por recordar cómo, tradicionalmente, las iglesias han venido endosando a las mujeres una responsabilidad mayor en la construcción de la moral sexual y las buenas costumbres sociales: basta recordar que, en nuestra cultura católica, la pérdida de la virginidad o el adulterio han sido considerados pecados más graves en las mujeres que en los hombres, los cuales han podido gozar de mayor libertad o, si se quiere, de un mayor consentimiento social en lo referente a sus prácticas sexuales, por ejemplo. En todo caso, la moral y las buenas costumbres burguesas -practicadas en la vida privada- han sido exhibidas como un signo de distinción social, frente al desorden de las clases populares y de los progresistas, que soñaban con una moral laica, que supondría una mayor libertad sexual y un menor control sobre los asuntos que consideraban privados.
Es buen momento para pensar en las relaciones con las iglesias y con los idearios conservadores
En nuestro país, católico, dominó durante mucho tiempo un frente moralista, cuyo objetivo fundamental serían las conductas femeninas. Su retroceso comenzó a producirse en los años sesenta del siglo pasado, pero solo después de la muerte de Franco se derogaría la ley que castigaba el adulterio femenino, el uso de anticonceptivos y se permitiría el divorcio, etc. En pocos años las cosas cambiaron radicalmente; desde entonces las mujeres ya no debemos cargar en exclusiva con la culpa moral, cuando la haya, y todos somos ahora más libres en aquello que más nos pertenece, nuestra vida privada. O eso parece. Porque la fanática resistencia de Berlusconi -y del Papa- a la muerte digna de Eluana Englaro, la joven que estuvo 17 años en coma, nos advierte de que seguimos amenazados por los que hacen del dolor y del control de la vida y de la muerte una causa mayor. El próximo paso se dará en España con la impugnación anunciada de la ley reguladora del aborto que prepara el Gobierno de Zapatero.
Por otro lado, en nuestra Comunidad Valenciana los que ponen trabas, primero, a la Educación para la Ciudadanía y, después, a los contenidos de los textos de esta asignatura, estarían tasando la información y el conocimiento a los jóvenes que deben saber, entre otras cosas, el origen y los contenidos -plurales- de la moral o de la ciencia que, de un modo u otro, han venido regulando y organizando nuestras vidas.
Esta información no se puede negar a nadie y, menos aún, a los jóvenes, a los que estaríamos hurtando la oportunidad de decidir con criterio y libertad sobre asuntos de máxima importancia para conducirse en la vida. No se entiende, pues, que nuestros estudiantes deban conocer la historia política, de la Valencia medieval, por ejemplo, y no saber nada sobre la procedencia y los contenidos de las normas morales y de la ética -antiguas y modernas- que se les proponen como normas de su vida cotidianas.
El que las gentes, en este mundo, vivamos más libres, felices y sin sobresaltos, no ha sido nunca el objetivo de las morales tradicionales, las cuales siempre han sido estrictas y muy duras en la regulación de la vida personal. Sus valedores, sin embargo, no siempre han sido igualmente estrictos en la denuncia del reparto desigual de las riquezas o del egoísmo desmedido de los que están en política -o en otro lugar- para forrarse. Muchos de los políticos -laicos o eclesiásticos- que hoy se dicen liberales, lo son a su manera: controladores de la vida privada y permisivos en lo que atañe a la cosa pública, de la que disponen con la liberalidad que conocemos (espionajes ilegales, malversación de caudales públicos, amiguismos, etc.). Los viejos liberales, Adam Smith incluido, hubieran puesto el grito en el cielo, más morales que los que pretenden ser sus herederos, pensaban que los hombres públicos y los negociantes no solo debían de ser buenos creyentes o buenos esposos y padres, sino que debían de ser honestos y eficaces, en la política y en la producción de riquezas.
El día que el cardenal García Gasco o el presidente Camps admitan este liberalismo habremos terminado aquí con las guerras de religión, como en Francia, en donde hace tiempo que la Iglesia y los políticos -de todo signo- viven en paz, sin las tensiones que aquí estamos conociendo. Entonces, además, estaremos en mejores condiciones para seguir avanzando en la moralización de la política que deberá de ser más limpia, transparente y, sobre todo, plural. Como corresponde a una democracia moderna formada por ciudadanos libres e iguales, como reza la Constitución.
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