Las canas de Obama
Al presidente de la mayor potencia mundial le han salido unas canas, y ha cundido la alarma. ¿Demasiados problemas sobre la mesa del Despacho Oval o mera influencia cromática de la Casa Blanca? Lo primero, sin duda: además de la crisis económica, las complicaciones bélicas en Irak y Afganistán,
el conflicto de Oriente próximo, el laberinto legal consiguiente a la decisión de cerrar Guantánamo, la reforma de la sanidad que el marido de su secretaria de Estado fue incapaz de resolver. Demasiado como para que no aparezca ese clarear de las sienes en un hombre a punto de cumplir
los 48. Expertos en la cuestión precisan que ese fenómeno tan natural puede verse acelerado por procesos intensos de estrés físico
o emocional.
A esto último se han agarrado algunos comentaristas. No se le vio, afirman, ni un solo cabello blanco durante la campaña. Así que la culpa es del poder. Lleva 45 días al frente de la nave y eso desgasta, y mucho.
Por eso han revisado la historia: el marido de Hillary Clinton tuvo que operarse del corazón poco después de abandonar el cargo, Theodor Roosevelt, Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt padecieron hipertensión, Reagan también tuvo problemas y decidió teñirse, y lo mismo le pasó a George W. Bush, que aseguró, sin embargo, que sus canas se debían a las preocupaciones que
le daban sus hijas adolescentes.
Resulta que Obama, ese caballero elástico, de impecable elegancia y ademanes de deportista, también se hace mayor, aunque a su organismo le haya dado por ponerlo de manifiesto cuando sólo lleva unas semanas gobernando. Ante la alarma, ha habido quienes han asegurado que las canas estaban ahí mucho antes. Y que, durante la campaña, hizo lo que Reagan: teñirse.
No había llegado a concretarse semejante hipótesis cuando saltó al ruedo su peluquero, Zariff. Negó con rotundidad que se hubiera teñido entonces y negó también que fuera a teñirse ahora, ni más adelante. La cuestión sigue abierta: ¿es un simple dato fisiológico o un síntoma del profundo desgaste que provoca el poder? Según la sabia sentencia de Giulio Andreotti, el poder desgasta, sí: "Sobre todo
a los que no
lo tienen".
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