Las alianzas
No desearía estar ahora mismo en el pellejo de Patxi López. Tanto basan los políticos españoles su tarea diaria en la estigmatización del adversario, en su descrédito, que cuando los ciudadanos organizan una ecuación tan complicada como ésta con sus votos y llega la hora de buscar alianzas, no hay una sola de ellas que no pueda considerarse contranatura.
Antes de que se abra el paquete, los analistas hacen cábalas: si el PSE se deja querer por el PP para coronar como lehendakari a López se entendería, desde las filas del PNV, como un acuerdo frentista, aún peor, como una aberración; si al contrario, López buscara su apoyo en los nacionalistas, todos aquellos ciudadanos que reclaman después de 30 años ser representados como vascos de primera en el Parlamento se sentirían francamente decepcionados, incluso traicionados por quien les ha prometido un cambio, y un cambio, en este caso, pasa por mandar a la oposición a quien ha gobernado durante 30 años.
En realidad, si pudiéramos enfrentarnos a este dilema con cierta distancia, como si España fuera un país donde la alternancia democrática se acepta con normalidad, ninguna de estas opciones sería extraordinaria, y menos todavía la que plantea que se tomen un descanso -no para siempre, por Dios, de eso se supone que trata la democracia, ¿no?- aquellos que han acaparado el poder durante tanto tiempo. Incluso los ciudadanos debieran aceptarlo como algo saludable.
El problema es que perdimos la inocencia mucho antes de madurar como ciudadanos. Todos sabemos que cualquiera de esos pactos, justo o no, estará condenado a brear con las tensiones trabajadas a pulso a lo largo de todos estos años, en los que se ha convencido a la población, a veces de manera grosera y otras sutil, de que los Gobiernos no nacionalistas son menos legítimos. La propaganda, cuando es machacona, cala.
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