La noche de la rumba
¿Cómo puede hacerse un disco horripilante cuando se dispone de los mejores músicos de estudio, los medios técnicos más punteros y los presupuestos más altos del país? Pues es complicado conseguirlo, pero creedme, los mejores productores discográficos de nuestro país son capaces de hacerte uno cada día antes de almorzar.
Lo pregunto porque, mientras nuestro mercado interno produce músicas cursis levantadas artificialmente, van pasando los años y la rumba sigue ahí, esperando su momento. Ese momento de respeto y prestigio internacional que, al final de los setenta, le llegó al reggae gracias a Chris Blackwell. Que le llegó a la música caribeña cuando Jerry Masucci y Johnny Pacheco decidieron disfrazarla de salsa, con peinados y trajes imposibles. Le llegó también al son cuando Ry Cooder vio los precios bajísimos por los que podía alquilar a toda la gerontocracia de instrumentistas de Cuba. Le llegó, por fin, a la música balcánica cuando la actualidad de la guerra de Kosovo ayudó a que Kusturica y Bregovic llegaran hasta nosotros. Pero, mientras tanto, de la rumba, nada. Nadie ha sido capaz de venderla prestigiándola y sistematizándola a la vez. Por supuesto, estuvieron los Gipsy Kings y Los del Río (sí, era una rumba aunque no lo parezca), pero se quedaron en flor de un día. No ha aparecido su Chris Blackwell, su Ry Cooder. Únicamente, hace ya muchos años, Xavier Cugat fue capaz de introducirla en Estados Unidos y seducir con ellas a millones de norteamericanos aunque fuera al precio de venderles la versión de salón que en realidad era el danzón. Esos modestos logros quedan muy lejos. Nuestra rumba actual es muy diferente. Tampoco es que podamos ponernos puristas, ya que la rumba moderna que hibridaba en España ahora hace treinta años es en realidad un derivado de la guaracha, singularmente urbano y muy apto para contar historias. Pero la rumba sigue ahí, viva y con buena salud, discurriendo popular y discriminada por las élites, con un ingenio enorme en formas y letras. Resistiendo. En cualquier momento, el mundo, ese mundo ahíto de novedades, llamará a su puerta una vez más. De ser más sabios, lo precipitaríamos. Porque ahí, en la calle de la Cera, en el barrio barcelonés de Gracia, en Carabanchel, siguen vivos los padres, los inventores de esa extraña mixtura. Tienen setenta o sesenta años y, aunque son muy conscientes de lo que hicieron, les tocó vivir un tiempo ingrato y pobre que les ha enseñado a no esperar del mundo gran cosa. El gran Peret, El Ramunet, el Tío Toni (uno de sus infatigables palmeros), Johnny Tarradellas, Rafael Salazar, el Peret Reyes, José Luis de Carlos, la guitarra wha-wha de Johnny Galvao, Papá Cunill y tantos otros. Nunca he visto un etcétera tan largo.
Hay músicas que suelen tener colores muy definidos, blancos, negros, azules. Músicas de rojo sangre y negro funeral como el flamenco. O de color pistacho, rosa y anaranjada como la salsa. Lo que me gusta de la rumba es que, por su cercano parentesco con la guaracha y el cha-cha-chá, sus colores son albaricoque, membrillo, ciruela y uva. Toda esa gama de tonos degradados que alumbran los mercados más populares de las islas y las grandes mezclas de las urbes en cuyos barrios vivimos ahora mismo. -
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