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Columna
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El lado oeste de Madrid

Vicente Molina Foix

Nunca creí que viviría lo suficiente para ver Madrid convertido en Londres. En los casi nueve años que residí en Inglaterra, disfrutando de una gran cantidad de placeres que mi país prohibía entonces, recuerdo como uno de los más gratos la cartelera teatral del West End, y como el más irritante la obligación de tener que comprar las entradas para las mejores funciones meses antes de asistir. Estamos hablando de los primeros años 1970, y de un joven crecido en Alicante, donde la oferta escénica apenas existía, y acostumbrado después, ya de universitario en Madrid, a poder elegir, entre lo poco bueno que había en cartel, sin el menor problema de día, de asiento y de precio (aún existía en la mayoría de los teatros la claque, esa institución estudiantil casi tan rancia pero menos estrafalaria que la tuna).

Entre otras cosas trascendentales que allí me pasaron, en Londres me aficioné al teatro, a las obras mayores y menores de Shakespeare hechas con asiduidad, calidad y (algo que ahora ni siquiera nuestros teatros nacionales respetan) integridad, me aficioné a los dramaturgos británicos pospinterianos, a la manera de hablar, sin recitar, de los grandes actores (Gielgud, Scofield, Olivier, Maggie Smith, o los casi principiantes Anthony Hopkins, Judi Dench, Ian McKellen, Helen Mirren), a tomar en los entreactos el helado que aún hoy siguen vendiendo los acomodadores. Y también a algo que me daba cien patadas: prever mis veladas escénicas con ocho o diez semanas de anticipación, para poder estar seguro de no perderme ninguna.

Por eso me siento rejuvenecer cuando, en las últimas semanas, me he quedado sin ver alguna función por falta de entradas o, en otros casos, he tenido que planear como una delicada operación o un largo viaje a un país remoto mi asistencia al teatro; algo que, por lo demás, le viene bien a ese espíritu improvisador y desordenado del español que, lo quieras o no, uno sigue siendo en lo más hondo.

Se me ha pasado, por culpa de su éxito, Un dios salvaje, con la que Aitana y Maribel, Ponce y Molero, han estado arrasando varios meses en el Alcázar, aunque sí he visto ya la Comedia española de Yasmina Reza que sigue en el Valle-Inclán de la plaza de Lavapiés, en un buen montaje muy bien interpretado por actores de Cataluña y Valencia. He tenido asimismo la suerte de disfrutar hace una semana del nuevo espectáculo de Flotats en el Español, que ya está vendido hasta el final de sus representaciones, mientras que, habiéndose agotado también en la sala pequeña del mismo teatro todo el papel para Regreso al hogar, estoy en lista de espera para la reposición que se anuncia, en el mismo espacio, a partir del mes de julio. Qué asquerosamente británico saber en febrero el día y la hora del próximo verano en que vas a ver una obra de Pinter.

Y todo eso sabiendo, como yo lo sé (o lo he oído), que el teatro ha muerto. ¿O se trata, esto de ahora, de una milagrosa resurrección? Una teoría en boga en la modernidad defiende que las artes mueren periódicamente, sacrificialmente, y desde que tengo, digámoslo así, uso de razón, he visto morir el teatro, la radio, el cine, la novela (la poesía llevaba difunta desde la II República), el libro, que es quizá el último -por ahora- de los situados en el corredor de los condenados. Aunque sigo yendo al cine, cuyas horas bajas actuales, en lo que respecta al número de espectadores en sala, se deben en gran medida al pirateo (un delito insignificante que algunos amigos míos de gran rectitud profesan sin el menor remordimiento de conciencia), da gusto ver los teatros, en otra época desolados, llenos a rebosar, como he visto recientemente el Bellas Artes (con la divertida comedia gamberra de Mamet Noviembre), el Reina Victoria, el Fernán-Gómez, los distintos espacios del Centro Dramático Nacional, además de los llenos ya referidos en la plaza de Santa Ana.

También creo que está poniendo el cartel de "no hay entradas" a diario la única obra de la cartelera madrileña que no voy a ir a ver, el Hamlet del Matadero. La obra es la mejor del mundo, los actores que la interpretan están entre los mejores de España, el espacio de aquellas naves de Legazpi es extraordinario, pero lo que no soporto es el supuesto genio del mayor cantamañanas que he visto en mi vida de espectador teatral, un tal Pandur, que mis amigos y yo, después de ver horrorizados los dos espectáculos que montó en el María Guerrero y el antiguo Centro de la Villa, hemos rebautizado como Pladur.

Este director y dramaturgista originario, según parece, de Eslovenia, tiene su mérito: fuera de España es conocido como un falso, pero aquí seduce a los responsables de nuestros teatros institucionales, y lo que es más asombroso, a gente de la talla de Blanca Portillo, Charo López, Axier Etxeandia, Susi Sánchez o Roberto Enríquez. Ellos son verdaderos, y ni siquiera el Pladur les ha de quitar la madera de grandes actores que seguirán teniendo después de ser maltratados a sus órdenes.

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