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Columna
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Teatro guarro

No es que cada 24 de febrero se despierte uno recordando cómo amaneció el Madrid esperanzado de un día como hoy, hace 28 años, después de la noche que le dieron los golpistas del 23-F, pero los documentales televisivos de la pasada semana nos han llevado a recordar, sin esperar a fechas redondas, qué jóvenes eran nuestros viejos, qué entrados en años estamos ya los jóvenes de entonces y qué niños eran los jóvenes de hoy que miraban a la tele con asombro la pasada semana, como si les pareciera mentira aquel Madrid ocupado por una soldadesca impresentable. Y, para saber dónde está uno, no hay nada mejor que recordar de dónde venimos. Claro que, por suerte, la España de la que procedemos no la encarnaba sólo la figura soez y cuartelera de Antonio Tejero y sus milicos. Así que la serie de TVE sobre el golpe nos ofreció la imagen de un Rey, príncipe del antiguo régimen, comprometido sin equívocos con la democracia, y las de otros ejemplos de indudable estatura moral. Manuel Gutiérrez Mellado, que venía del viejo Ejército, fue la adelantada figura de la dignidad del nuevo, con ese espontáneo coraje en la defensa de la democracia que hemos vuelto a ver con renovada admiración. Adolfo Suárez, que venía de Falange, encarnó sin rendirse la noble representación de una España nueva, erguido en su escaño. Vicente Enrique y Tarancón, que procedía de la Iglesia rendida al dictador, fue una voz de concordia y entendimiento. Hubo otras.

Sin embargo, nada es perfecto y aquel proceso de cambio tampoco lo fue; con toda seguridad algunas anomalías de ahora vienen de otras que entonces fueron eludidas. Pero se añoran los comportamientos y modos de relación de aquel tránsito y la solidaridad real que existió entre los agentes sociales y políticos de entonces. Ahora bien, la Transición fue posible, entre otras cosas, porque hubo una derecha que superó su tradicional tendencia a creer que era la dueña del cortijo.

Otra cosa es lo que sucedió más tarde, al ser entendida esa renuncia como un bajón de moral de los conservadores, de modo que los propios complejos personales del líder aparecido que así lo entendió condujeron a la derecha a una pérdida de supuestos complejos de inferioridad y a una incitación a la arrogancia que se han traducido en una lucha por mandar, sin cuartel ni miramientos, a costa del espíritu de entendimiento que trajo la Transición.

El impulsor de la confrontación permanente así instaurada tiene un nombre y muy estimables ayudas, algunas de ellas mediáticas y otras eclesiales, sin que falten las mediático-religiosas; económicas todas. Y el clima de irritación que se impuso, muy recuperado ahora con incrementada vulgaridad, respondió a los intereses y al carácter de ese líder de la derecha que en busca de un lugar en la historia trató de abordar una segunda transición, no se sabe de dónde hacia dónde. O no se sabe del todo, porque lo que sí se sabe de su pretendida transición es que, de haberse producido, que creo que sí, ha constituido una regresión histórica. Y su objetivo no era otro que el de obtener para el líder el papel del que no gozó en la primera y verdadera. Esta explicación, que puede parecer muy simple, es la misma que se desprende de nuestra implicación en la guerra de Irak. Porque no es que sus responsables se olvidaran de lo que se llamó espíritu de la Transición, que posteriormente evocaron como propio con cinismo evidente, es que no quisieron apuntarse a la herencia de aquel espíritu. Y con esa renuncia se dilapidó toda una forma de relacionarnos. En consecuencia, si el recordatorio televisivo reciente ha permitido a las nuevas generaciones de españoles reconocer de dónde venimos, no es tan fácil vaticinar hacia dónde vamos. O al menos no se nos permite vislumbrar con esperanza un escenario mejor que el de la Transición, sino todo lo contrario, si se atiende a nuestra controvertida convivencia en democracia, con la sospecha de que los antisistema están dentro del sistema y lo que suponen las pérdidas flagrantes de respeto a las reglas del juego democrático y a las instituciones que deben garantizarlas.

Madrid, que fue un privilegiado marco de aquella esperanza del 24 de febrero, despojado además con el tiempo, y para su bien, de los prejuicios que originó el centralismo, se ha convertido ahora en el escenario de dramas y sainetes y de series de tribunales o de espionaje que nos devuelven a lo que la vieja España tiene de peor, incluidas las cacerías. A ver cómo acaba la función, pero el Madrid del amanecer de este otro 24 de febrero huele tanto a letrina que, aunque lo que pasa aquí tenga mucho que ver con el teatro pánico o del absurdo, en la vida pública se ha generado un nuevo tipo de teatro: el guarro.

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