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El asedio policial a los inmigrantes

En busca de una orden de expulsión para blindarse ante la policía

Los agentes no pueden detener a un inmigrante con un expediente incoado

Siguen agrupándose bajo el cartel del bar Yakarta, en una esquina achaflanada de la plaza Elíptica. Sólo que ahora de día. Son inmigrantes sin papeles. Ofrecen sus servicios para trabajar en la construcción. Son cientos. Cobran de 20 a 40 euros por jornada. Y, "con la crisis", han ampliado horario: ahora llegan a las cinco y media de la madrugada y siguen aproximándose en grupitos hasta las cuatro de la tarde. "Hasta que haya suerte... si hay suerte", dice Miguel enroscando las manos encallecidas en un arbolito famélico que sostiene un montón de papelitos con ofertas de pisos.

Si viene la policía, que hasta la semana pasada "venía todos los días varias veces", se avisan los unos a los otros. "¡La cana, que viene la cana!". Entonces, empiezan a correr calle arriba, desde la esquina de Oporto y desaparecen en algún jardincillo. O no, se quedan quietos, tranquilos. Pero no es porque tengan papeles. La explicación la da Juan, chileno, diente de oro, sudadera con capucha, párpado guiñando al sol: "Si ya has pasado una noche durmiendo en el hotel de cinco estrellas de Aluche [el centro de internamiento para extranjeros] y te han dado la carta de expulsión, te dejan en paz". Juan sonríe ante el asombro de quien le pregunta. "Sí, conseguimos aposta que nos detengan y nos den la orden. Así la cana te deja de molestar. Después, cuando se cumple el plazo, te dejas coger otra vez y vuelta a empezar". Todo eso, claro, si no tienes delitos pendientes. Algunos aseguran que han hecho esa operación más de tres veces. Nunca los expulsan y sólo pasan una noche en el CIE, a la espera de que les reciba un abogado.

"Como salió en televisión que nos perseguían, ¡llevan dos días sin venir!"

Un juez puede internar a un inmigrante en un CIE hasta 40 días, pero no suele haber sitio para todos y sólo se quedan los que tienen antecedentes. "Te tratan mal, pero sólo es un día", revela Juan, que asegura que los policías sólo se exceden "si eres muy picante con ellos". Un compañero, que escucha apoyado en la pared, tercia: "La mayoría son educados, sólo algunos se pasan".

Los obreros sin documentación que se reúnen frente al bar no tienen códigos secretos para avisarse del peligro policial. "Eso es cosa de los delincuentes", puntualiza muy serio Manuel, que explica que ellos sólo se limitan a gritar y salir pitando.

Cristóbal, boliviano, tiene la cara marcada con cicatrices que parecen una madeja de arañazos. Él tampoco tiene códigos con sus amigos, pero ha desarrollado algunas precauciones. "No bajo al parque los sábados porque sé que van a aparecer", concede. Ha cambiado sus horarios a la hora de coger el metro y procura estar el mayor tiempo posible en su casa. Igual que María: "Me paso la vida del cuartito al trabajo cuidando personas mayores y del trabajo al cuartito. Tengo miedo".

El viernes, todos estaban de fiesta. Todo el barrio de Carabanchel lo comentaba. "¡Llevan dos días sin venir!". Se referían a la policía. "Claro, como salió que nos perseguían en la tele", comenta María. Juan está de acuerdo, pero es menos optimista: "En una semana todo rulará igual". Pero ni eso. Por la noche, a las once, la policía pilla in fraganti en el metro de Oporto a un hombre de 29 años, de Bolivia. Saca su orden de expulsión de hace dos meses. Está blindado. Los agentes le dejan en paz. "Cuando me pillaron tuve que dormir en Aluche. Aquí no hay trabajo y quiero irme, pero antes necesito reunir dinero para el billete de avión", explica. "La orden tiene una vigencia de seis meses, luego se incoa de nuevo otro expediente", confirmó una portavoz de Interior. Aunque eso no asusta al hombre: "Una, dos, tres órdenes... El caso es que no te repatrían. He pedido el retorno voluntario. Y ni con esas".

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