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Lecturas liliputienses

Dos características esenciales definen el libro de bolsillo: su dócil tamaño y su voluntad nómada. Es por eso que el santo patrón de los libros de bolsillo es (o debería ser) un tal Lemuel Gulliver, viajero infatigable y minucioso cronista del minúsculo reino de Liliput. Discreto, móvil, manuable, modesto, el libro de bolsillo es, de toda la biblioteca, el que más se pliega a la voluntad del lector. Porque es portátil, no exige que se lea en un lugar determinado, como los elefantinos volúmenes de una enciclopedia; porque es barato, no provoca en el lector que quiere garabatear en sus márgenes el sentimiento de lèse majesté que causan sus más aristocráticos hermanos de tapa dura; porque es pequeño, no desdeña el bolso ni, obviamente, el bolsillo, y se deja llevar a la cama como el más dócil de los enamorados.

A pesar de su modestia, su nacimiento es prestigioso. Siglos después de que la tableta de arcilla cediese paso al rollo, los primeros cristianos, temiendo ser vistos con un texto sagrado prohibido, plegaron el papiro o pergamino de manera que pudiese ser ocultado bajo la ropa. Así fueron creados los primeros libros de bolsillo, para proteger, dicen ciertos historiadores, la palabra del nuevo dios. Otros prefieren pensar que fue Julio César quien enviaba plegadas en forma de librito sus cartas personales, inventando así los primeros tascabili. Sea como fuera, el libro de bolsillo precede al libro de tamaño mayor como una suerte de modelo visionario, anticipando las guías de teléfono y los antifonarios. Más tarde, cuando el códex reemplazó definitivamente al rollo, el prestigio del texto requirió tamaños cada vez más inmensos y, como de minimus non curat lex, las leyes y decretos oficiales de la Edad Media desdeñaron el aspecto práctico del libro de bolsillo y exigieron formatos descomunales e incómodos. Las otras artes siguieron el ejemplo de las legales y el libro de bolsillo fue relegado al servilismo de algunos breviarios y libros de horas.

Fue al poco tiempo de la invención de la imprenta, que en Venecia el genial editor Aldo Manucio tuvo la idea de redimir el prestigio perdido del libro de bolsillo creando una colección de clásicos exquisitamente elaborados. Su intención fue la de poner en manos de todo lector, por más humilde que fuera, las obras maestras griegas y latinas. En parte tuvo éxito: en el Catálogo de precios de las prostitutas de Venecia del año 1535 aparece una tal Lucrezia Squarcia entre cuyas virtudes se alaba la de haber leído a Petrarca, Virgilio y "a veces hasta a Homero" en las ediciones Aldinas de bolsillo. Sin embargo, los libros de Manucio resultaron tan bellos que los aristócratas acabaron comprándolos para adornar sus bibliotecas; por eso hoy pueden hallarse numerosos ejemplares inmaculados, que no fueron nunca abiertos por sus supuestos lectores.

La popularidad de los libros de bolsillo baja y sube periódicamente y no siempre es bien acogida. Cuando en 1935 el editor inglés Allen Lane lanzó los primeros Penguin Books, George Orwell (a quien sería difícil tachar de elitista) dijo que si bien, como lector, aplaudía el proyecto, como escritor le resultaba odioso "porque esta oleada de reimpresiones baratas acabará con la biblioteca de préstamo (madre adoptiva del novelista) y frenará la producción de obras nuevas". Orwell se equivocó. El libro de bolsillo no acabó con la biblioteca de préstamo (el culpable de su lenta agonía es, ya se sabe, la industria electrónica) y, lejos de frenar la producción de obras nuevas, permitió que éstas se publicaran de manera más económica, sin pasar obligatoriamente por la aristocracia de la tapa dura. Hoy los libros de bolsillo reinan supremos, tanto entre sus congéneres de librería como entre las morcillas y pantuflas del supermercado, ofreciendo al lector que busca un discreto compañero de ruta todo tipo de aventuras, desde los periplos más imbéciles hasta los clásicos viajes del perspicaz Lemuel Gulliver.

Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) ha publicado recientemente Todos los hombres son mentirosos (RBA, 2008)

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