Ciberparroquia
Un escritor que se ha mantenido fiel a la máquina de escribir, Javier Marías, describía hace no mucho el desagrado que le había provocado una excursión por el universo internauta, donde comprobó cómo individuos, envalentonados por el anonimato, la emprendían contra todo aquel que se moviera públicamente. La mala leche, la genuinamente española, ha existido siempre, lo que ocurre es que, en otros tiempos, no existía un multiplicador de injurias tan sofisticado. Lo que vio Marías, lo que vemos los que también disfrutamos del pozo cibernético, es una consecuencia de la mezquindad humana que, en el espacio virtual, se reproduce víricamente. Lo que no parece justo es que aquellos que cantan las virtudes de esa sagrada libertad que nos ha proporcionado lo virtual se vuelvan rabiosamente intransigentes cuando alguien le pone una pega al invento. Los días siguientes al artículo de Marías la ciberparroquia se inundó de defensores airados del Dios Internet, como si el desapego de una sola persona pudiera poner en peligro el sistema.
No es la primera vez que el progreso técnico se considera sagrado. Lee Siegel analizó en su ensayo, Contra la máquina, las similitudes entre la intransigencia con que hoy se defiende Internet y la manera en que los incondicionales del coche, en los cincuenta, acallaban cualquier tipo de crítica. El futuro de aquello está hoy a la vista: las redes de transporte público se desmantelaron destruyendo un tejido social de difícil recuperación. Y es que no hay razón por la que instrumentos tan poderosos crezcan sin voces críticas. En un reportaje de The New York Times se hablaba esta semana de cómo algunos investigadores se plantean reinventar la Red para hacerla más segura, porque lo que hasta ahora sólo provoca daños contra la dignidad individual pudiera ser el germen de alguna catástrofe. Si no, al tiempo.
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