Desastres bien remunerados
En aquel tiempo, dijo Keynes a sus discípulos: "El hombre de negocios sólo es tolerable en la medida que puede sostenerse que sus ganancias están en alguna relación con lo que, aproximadamente y en algún sentido, sus actividades han aportado a la sociedad". La percepción keynesiana sobre ese delicado equilibrio psicológico que permite la perpetuación de recompensas desiguales se encuentra en Ensayos de persuasión. Cámbiese hombre de negocios por directivo y se entrará de lleno en la diatriba reciente contra los descomunales salarios de los ejecutivos. La ruptura de ese delicado equilibrio es la que ha llevado al presidente Barack Obama a limitar el sueldo de los directivos de empresas que perciben ayudas públicas a 500.000 dólares anuales; la que empuja a Pedro Solbes y Celestino Corbacho a reclamar que se congelen los sueldos directivos; y la que impulsa a la canciller Angela Merkel a criticar acerbamente las retribuciones de los banqueros que han contribuido a producir el desorden financiero actual.
Dice el manual que los sueldos de un directivo deben estar relacionados con el éxito de su empresa. Pero durante décadas, los ejecutivos se han burlado del manual. Primer escarnio: percibían retribuciones millonarias en función de resultados trimestrales, fáciles de manipular, o de cotizaciones bursátiles infladas indirectamente por la incompetencia de la dirección; el caso modélico puede encontrarse en los aumentos de retribuciones de los directivos de Endesa a cuenta de la subida de valor bursátil generada por la OPA de E.ON, sobrevenida a su vez por la deprimida cotización que permitían sus gestores.
Segundo escarnio: los salarios millonarios se autoconcedían, en ausencia de auténticas comisiones independientes de retribución. Tercer y último escarnio: los directivos que alentaron las hipotecas subprime y medraron con las titulizaciones y el aseguramiento financiero sin límite se han prejubilado con indemnizaciones desorbitadas. El sistema no sólo retribuyó éxitos falsificados, sino que premiaba fracasos destructivos. Para Keynes eso no era tolerable y, al parecer, para Obama tampoco.
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