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Columna
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Todos somos Plácido

Desde hace tiempo Madrid parece una escultura de Christo, sólo que en lugar de estar cubierta por una lona, lo está por una maraña de corrupción, espionaje e intrigas políticas que asquean al ciudadano que, como Plácido (el Plácido de Berlanga), no sueña con blanquear pasta, con defraudar al fisco ni con bellos paraísos fiscales, sino con poder pagar la letra del motocarro que les da de comer a él y a su familia. En vísperas de Nochebuena le vence la letra de las narices y un tierno y acorralado Cassen tiene que luchar tanto y tanto para poder pagarla que al final, cuando lo consigue, dice algo así como que ya no le hace ni ilusión.

Esta magistral película es del año 1961, un tiempo mediocre y gris, pobre y rancio como un mendrugo. Y que, sin embargo, produjo un cine, con Berlanga y el guionista Rafael Azcona a la cabeza, que no ha tenido la continuidad esperable en nuestro cine. Ellos dejaron abiertas las espitas del humor que hace que se te sonría todo el cuerpo porque te toca en lo más íntimo, en el miedo a ser un poco más paria todavía. No hay muchas películas que, como El día de la bestia, de Álex de la Iglesia, sepa hacer de la inocencia el motor de una historia ácida y cómica y que además diga mucho más del momento social en que viven y sienten los personajes que otras películas más pretendidamente sociales. El caso es que siempre he visto en el cura de El día de la bestia (en busca de una desesperada misión que cumplir precisamente en Nochebuena) otro Plácido, aunque con un objetivo más espiritual en un mundo más complejo. De todos modos, el mismo tormento sufre el Cassen que tiene que pagar la letra del motocarro, que el Álex Angulo que ha de salvar al mundo del maligno. Por cierto, El día de la bestia nos devuelve un Madrid en que lo cutre se convierte en negro y lo vulgar en misterioso, un Madrid tan imaginado como real por el que podemos caminar pisando algo más que asfalto.

El mundo se divide entre los Correa y los 'plácidos', la gran mayoría, los que sostenemos el sistema

Pero ¿quién no se ha sentido como Plácido alguna vez? Y más de una. Todos somos Plácido, todos tenemos que pagar una hipoteca, un alquiler, la luz, a un empleado o cualquier otra cosa. Y si no se puede hacer frente a esa letra, que ahora llamamos de otra forma, sobre nosotros caerá todo el peso de la ley. Sólo la burlarán los más listos, los más caras, los más sinvergüenzas. En la carretera se ve mucho: el que se mete en la distancia de seguridad que hay entre un vehículo y otro porque él lo vale; el que no quiere esperar la cola y adelanta a lo loco y fuerza a los demás para que le hagan hueco, porque él no es como los demás. El mundo se divide entre los Correa (demasiados para nuestros pobres bolsillos y escrúpulos) y los plácidos, la gran mayoría, los que sostenemos el sistema con nuestros impuestos y nuestra economía de hormigas, los que nos preocupamos por poner bombillas de bajo consumo y nos creemos eso del reciclaje y vamos varias calles más allá con la brazada de periódicos hasta el contenedor del papel. Los plácidos somos los ingenuos que nos creemos eso del deber cumplido, somos los pringados. Los ciudadanos somos plácidos en potencia o ya muy desarrollados (dependiendo de lo fuerte que le apriete la cuerda a cada uno), que ni siquiera sabemos quién se lleva nuestro dinero. Por eso, los plácidos según van espabilando se van pasando al otro bando y cambian el motocarro por un Mercedes. La vida son cuatro días. A nadie le gusta ser pobre ni que le tomen por tonto. Así que, como esto no se corte, cada vez habrá menos plácidos y más listos. Parece que ahora en el PP se ha concentrado la tribu de los listos. Y de los graciosos, como queda avalado por los motes que gastan tipo El Bigotes o El Albondiguilla.

El caso es que, entre la corrupción y el espionaje, Madrid está enmarañado, ¿quién lo desenmarañará? Habrá que dejar trabajar a la justicia y que esto no se convierta en una de esas novelas de intriga que empiezan con fuerza, que llegan al nudo completamente enredadas y que se debilitan tanto en el desenlace que el lector se cabrea. Los ciudadanos nos estamos cabreando, necesitamos transparencia y más control sobre los bienes públicos y privados. La falta de control e inspección es increíble como ha puesto en evidencia el caos económico. Pero quizá también los ciudadanos tengamos que organizarnos más y mejor y no dejarnos mangonear. Y pensar que, en el fondo, yo hoy quería hablar de amor.

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