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Galicia, gobernar el territorio

Hace cuatro años, en un momento preelectoral como éste, escribí en EL PAÍS un artículo, Galicia decide paisaje, en el que planteaba la necesidad de vincular las decisiones económicas con su implantación física. La economía ya no se puede desligar del territorio; no importa sólo el cuándo y el cómo, sino también el dónde.

En esta materia, el Gobierno bipartito PSOE-BNG se ha opuesto a los desmanes de los planes generales y, de forma precautoria, a la construcción en la franja costera de 500 metros. Allí donde ha hecho concesiones administrativas para el enclave de parques eólicos y piscifactorías han aparecido divergencias entre las propias consellerías. Terminando la legislatura se aprueban inicialmente unas Directrices de Ordenación del Territorio que dibujan la nueva geografía, para la que se propone una cascada de figuras de planeamiento que pronostican una Galicia idílica y en red, con programas y proyectos para los distintos municipios.

Ante la crisis, la política es el instrumento, y el capital humano, el ariete del desarrollo

Galicia, el país de los treinta mil lugares, ha vivido en pocos años el abandono del hábitat tradicional, mientras una nueva forma de colonizar se desparramaba en torno a las infraestructuras, en especial la autopista AP-9, los sucesivos anillos de las ciudades y la atractiva costa. La potencia de la naturaleza aún soporta este paisaje intruso. Google Earth y las técnicas cartográficas nos han permitido constatar esa forma de ocupación global, a la que los urbanistas y los geógrafos ya no sabemos cómo llamar: archipiélagos, asentamientos difusos, dispersos, fragmentarios..., diría confusos, para la que la teoría y la técnica del urbanismo y la ordenación del territorio han quedado cortas. Son instrumentos aptos para la escala local, pero insuficientes para comprender el espacio contemporáneo.

Este espacio metropolitano, para entendernos, que conforma Galicia de norte a sur y hacia el litoral es un maclaje de lo urbano, lo rururbano y lo rural; una mezcla casual de viviendas, fábricas, servicios en carretera, tanatorios, áreas comerciales, instalaciones turísticas..., formada a través de dos tendencias que parecen irrefrenables: una que esparce la actividad económica, fundamentalmente productiva y de servicios, y expulsa la residencia, y otra que concentra en la ciudad canónica, compacta, un atractivo como lugar de la simbología, el ocio, el agobio del tráfico, los equipamientos punteros y, sobre todo, la toma de decisiones.

Las nuevas calles son las carreteras, los centros comerciales periféricos son los lugares de reunión, la baja densidad persiste con sus calles vacías y el conjunto cristaliza en un espacio desordenado, incluso irracional. Pero, vistas las causas de la crisis que estamos viviendo, ¿qué es la racionalidad? Todo esto es producto de la sobremodernidad y tiene mucho que ver con la economía, pero también con las determinaciones de los planes generales de los municipios que lo promueven, las grandes infraestructuras viarias, los planes sectoriales y las concesiones estatales y autonómicas que fomentan, quizá sin proponérselo, una dispersión ilimitada.

Estos espacios globales son políticos, porque es la política la que ha de orientarlos, ya que abarcan muchos ayuntamientos con intereses, a veces, contrapuestos. La Administración puede y debe otear y reconocer la geografía antes que nadie para plantear la mejor implantación de una inversión, estableciendo plusvalías que atraigan la iniciativa privada y creando nuevos paisajes. Pero, además del emplazamiento, es importante la oportunidad y el momento de su ejecución para pronosticar sus consecuencias sobre el planeamiento de los municipios afectados, con el ánimo de trabar el territorio y conseguir una mejor cohesión social. Son espacios políticos, en suma, porque conllevan la necesidad de introducir la concertación no sólo entre autonomía y ayuntamientos, sino también en el diseño de políticas transversales en el seno del propio Gobierno y entre partidos y fuerzas parlamentarias, donde es necesario un grado de consenso en estos temas.

Entender las grandes inversiones como algo coyuntural -si hay expansión, son necesarias para impulsar el crecimiento; si hay crisis, para mitigar el paro- me parece una visión a superar, porque son oportunidades para estructurar un país y optimizar su economía. El bipartito gallego ha puesto las bases en materia de territorio y en sectores como vivienda y medio ambiente. En la próxima legislatura, Galicia ha de hacer frente a la crisis y a su efecto principal, el desempleo, y esto exige el concurso de todas las opciones, instituciones y personas.

Al mismo tiempo, deberíamos posicionarnos en este nuevo mundo con el capital humano como ariete: poner en red, aprovechando la entrada en servicio del AVE, el conjunto de ciudades y sus equipamientos, universidades, aeropuertos y puertos; crear un consejo de ciudades, con el presidente de la Xunta al frente, para proponer objetivos comunes y vencer localismos; políticas de peso en el ámbito de la Eurorregión; organizar las metrópolis; el desarrollo pormenorizado de la costa y el destino de la gran Galicia interior. Es decir, un Gobierno que combine adecuadamente la política, la economía y el territorio.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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