La lluvia y los 'pross'
Hace ya muchos años que Inglaterra perdió la supremacía en esto del fútbol en las selecciones nacionales. Hay que irse muy atrás en el tiempo para recuperar aquella final del Mundial de 1966 en Wembley contra Alemania y recordar el gol de Hurts que desequilibraba la balanza ya en la prórroga, gol prototipo de lo que se viene en llamar gol fantasma.
Desde entonces, la selección inglesa se presenta a cada gran evento futbolístico con toda su tradición, miles de banderas en las gradas y unos cuantos indeseables en forma de hooligans.
Sólo me he cruzado con los ingleses una vez de forma oficial. Fue en la Eurocopa de 1996, que se disputaba en terreno inglés y en la que nos disputamos una plaza en las semifinales dentro de un partido en Wembley, a la sombra de sus torres gemelas. Perdimos por penaltis, pero nos fuimos en medio de una enorme ovación tras tener a los ingleses, fueran jugadores o seguidores, con el alma en un puño y sufriendo cada segundo de una prórroga que a nosotros se nos acabó antes de empezar y a ellos se les hizo más larga que el desembarco de Normandía.
Bueno, ahora que mis neuronas se han puesto en marcha, recuerdo otro España-Inglaterra oficial que también terminó en derrota, pero no sé si traerla a estas líneas, ya que alguno puede creer que es llamar a la mala suerte. Veamos, era mayo de 1984 cuando nuestra selección sub 21 había alcanzado la final del torneo europeo y ésta nos medía con los ingleses. Aquella selección reunía el germen de una generación de jugadores que había despertado una gran expectación y que se reunía, desde el punto de vista mediático, en torno a La Quinta del Buitre.
Elegimos jugar en Sevilla, ya que el apoyo de la afición sevillista siempre había sido como empezar el partido con un gol de ventaja y porque pensábamos que un poquito de calor no les ayudaría a los de las islas. Bueno, si es verdad aquello de que la lluvia en Sevilla es una maravilla, aquella semana debió de ser la más maravillosa de la década y nos dejó un campo lleno de agua y unas condiciones ideales para el juego inglés y totalmente opuestas a un equipo español que crecía en torno a la pelota. La cosa acabó 0-1 y, con una segunda derrota en el partido de vuelta, nos quedamos con la amarga alegría de un subcampeonato que algunos de aquellos jóvenes completamos con la segunda plaza en el Europeo de selecciones absolutas que se disputó unos días más tarde en Francia.
Y, si quieren otra de lluvia e ingleses, les puedo narrar un encuentro disputado en Madrid en febrero de 1987 en el que Gary Lineker, compañero mío por aquel entonces en el Barça, nos hizo cuatro goles que, sumados a los tres que unos días más tarde le marcó al Madrid en el clásico jugado en Barcelona, le permitieron pasar de goleador dudoso a ídolo de los aficionados culés. Aquél fue un día de nieve y frío, de poco público en las gradas (por aquel entonces, se pensaba que las grandes ciudades no eran las mejores para los partidos de la selección); del debú de Ramón, fino delantero sevillista que ahora trabaja en la sala de máquinas del club de Nervión, que tan bien dirige Monchi, y que tuvo el honor de marcar un gol a los pross cuando ya el marcador era de 1-4.
Pasado el tiempo, repasaba la alineación que presentaron los ingleses en ese encuentro para descubrir a Shilton en la portería, a Viv Anderson (primer jugador negro en vestir la camiseta de Inglaterra) y a Adams, que debutaba, en la defensa, a Hoddle, Waddle y Robson en el medio campo y a Gary Lineker y su compinche Peter Beardsley en la delantera.
Me da que a Capello le gustaría meter a más de uno y de dos... y de tres de éstos en la máquina del tiempo y tenerlos con 25 añitos para cuando el árbitro dé la señal de partida a este partido que, ojalá, sea todo lo apasionante que el cartel hace imaginar.
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