Antony, un abrazo
La última vez que vi a Antony, nos hicieron una foto juntos. Cuando el fotógrafo nos enseñó la Polaroid, él dijo que parecíamos hermanas. Yo le dije que creía que su hermana era Boy George. Uno puede tener más de una hermana, ¿no? Más tarde, en el concierto, me dedicó You are my sister con una sonrisa algo malévola, porque Antony puede ser divertido, y malévolo como cualquier artista o como cualquier empleado de correos, no es sólo esa especie de tipo raro perennemente melancólico como siempre le retratan en las entrevistas.
Aunque es cierto que es diferente. Tan jodidamente diferente que las personas que le tienen manía le acusan de que toda esa melancolía es pura pose, como su peluca, su estatura y la manera en que sale al escenario agarrado a su bolso. Les bastarían unos segundos ante él para darse cuenta de que Antony es auténtico. Es quizá la persona con menos pose que conozco. Es alto, desgarbado, armonioso, bello. Es lento. Y él a menudo se flagela con su lentitud.
En realidad es que tiene otro ritmo. Abre los sobres de azúcar a otra velocidad que el resto de los humanos. Siempre que le veo caminar, me recuerda a una monja de ésas que se deslizan sin apenas tocar el suelo en los desfiles de moda eclesiástica de las películas de Fellini.
Cuando entra en el escenario, agarrado a su bolso y apenas mira al público, es tan elocuente como esos artistas que se ponen a gritar el nombre de la ciudad que les acoge nada más salir al escenario (y a menudo se equivocan de ciudad).
Él es el primer sorprendido de su éxito. Y es realmente sorprendente que en apenas unos años, haciendo lo que le da la gana, llevando peluca, cantando como Nina Simone, haciendo canciones sobre niños muertos y amantes que van a morir, sobre niebla, polvo, purpurina, árboles, luz, tristeza y soledad, haya conseguido el éxito que ha conseguido. Nunca le ha temido a mostrarse como es, a dejar que veas su vulnerabilidad: por eso es tan fuerte en el escenario.
Acaba de llegarme su nuevo disco: The crying light. Debo confesar que lo empiezo a escuchar con miedo, el mismo miedo que tengo al abrir una nueva novela de Haruki Murakami (al que, por cierto, le hice descubrir a Antony y ahora es un convertido más). Miedo a que la gente que amo me decepcione.
Pero el disco me deja clavada en el suelo. Antes de que me dé cuenta, me sume en un trance del que tardo en desprenderme. Y sí, me hace llorar tanto como la primera vez que escuché su voz en Hope there's someone...
El nuevo disco es tan hermoso como I am a bird now. Aún más quizá.
Cada canción es una ventana al mundo de Antony, que es también el mío. Por ahora mi favorita es One dove, que es la más hermosa declaración de amor después de Someone to watch over me que conozco: I'm the one you've been waiting for, for your skin I am born again and I wasn't born yesterday, The crying light, Daylight in the sun, Dust and water...
Mucha gente me pregunta si voy a poner una canción de él en Map of the sounds of Tokyo, como ya hice en La vida secreta de las palabras. No lo sé aún. Sólo sé que cada mañana cuando escucho el disco entero (llevo ocho días escuchándolo) me dan ganas de abrazarle.
Y vuelvo a escucharlo y le abrazo. .
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