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Más de 1.000 muertos, ¿para qué?

Antonio Elorza

Empecé a pensar en este artículo al ser superada la cifra de 1.000 muertos en la invasión de Gaza y cuando el Tsahal emprendía su asalto a la ciudad, en medio de presiones internacionales para alcanzar una tregua. Era el momento de preguntarse por el sentido de la acción militar emprendida, aun aceptando que resultaba inevitable una respuesta al lanzamiento desde Gaza de los cohetes Al Qassam. Pero, ¿no podía el Gobierno israelí haberse limitado a bombardeos selectivos -evitando al máximo las víctimas civiles- que mostrasen el coste de romper la tregua? ¿Creía posible acabar con Hamás mediante una invasión como ésta? ¿No ha medido la amplitud de la respuesta, musulmana y mundial? ¿Era irrelevante dar paso a la identificación de Hamás con Palestina? Cuando muchos hablan de genocidio en Gaza, ello supone un grave error, ya que el Tsahal no trata de exterminar a los habitantes de la franja; es además un insulto al pueblo que sufrió el Holocausto. Pero hay que entender el creciente grado de perplejidad y rechazo ante una intervención militar que ha sembrado la muerte, mientras los Qassam seguían, dejando por añadidura semidestruida la ciudad, más que nunca en poder de Hamás.

El regreso de Israel a las fronteras de 1967 es la insoslayable condición para la paz

Una tregua resultaba compatible con la persistencia de su uso contra Israel, pretendía Hamás. Destacados intelectuales han hablado a coro de "cohetes artesanales", como si fueran petardos falleros que israelíes y seguidores de Bush aducen para justificar la agresión. Tal vez ese juicio benévolo cambiaría si los viesen caer en su lugar de residencia, matando de vez en cuando a alguien, en espera de mejoras técnicas. Leamos a Abu Marzuq, líder de Hamás, explicando cómo los Qassam han sustituido a los coches bomba y a los suicidas en tanto que instrumento terrorista para sembrar la inseguridad en Israel: "Si no alcanzan blancos difíciles hoy, lo harán mañana". Medio millón de israelíes, añade, piensan desplazarse para huir de su radio de acción. Por lo mismo deben mantenerse en las fronteras con Gaza las máquinas "diabólicas" destinadas a impedir la introducción de recursos para el terror. Otra cosa es permitir el abastecimiento de la ciudad. La receta es fácil: fin de la invasión, fin de los Qassam, tropas internacionales de interposición, ayuda a Gaza sin olvidar la responsabilidad contraída por los contendientes.

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No es cuestión de equidistancia, sino de ponderación. Por eso, el reconocimiento del derecho de Israel a responder al lanzamiento de misiles de Hamás, sean "artesanales" o de precisión, no significa avalar los tremendos medios empleados en dicha defensa. El uso de bombas de fósforo blanco, la destrucción de escuelas pobladas de niños o de edificios de asistencia de la ONU en Gaza, y, sobre todo, el recurso a una táctica militar enormemente dañina para la población civil, son infracciones que no pueden ser tapadas mediante simples apelaciones a la situación bélica o con disculpas puntuales. Después de esta guerra, el black out informativo ha de ceder paso al establecimiento de una o varias comisiones con el oportuno respaldo internacional para depurar responsabilidades por los excesos registrados durante el asalto a la ciudad.

Puede quizás entreverse una luz en el horizonte. La guerra del Yom Kippur en 1973 hizo posible los acuerdos de Camp David: Israel apreció el riesgo de dejar de ser invencible y Egipto comprobó la extrema dificultad de lograr la victoria frente a su adversario tradicional. Más valía la paz y sólo faltó colmar el agujero que permitió la consolidación de la política israelí de asentamientos, el Gran Obstáculo. Ahora Obama tiene en sus manos tomar la iniciativa, si consigue que Hamás, al reconocer el coste extremo de su estrategia de enfrentamiento, dé un paso más en sus propuestas de "tregua" respecto de Israel si son recuperadas las fronteras de 1967, lo cual constituye la condición previa insoslayable para acabar con este interminable conflicto. Tregua debe ser paz y el tema del regreso de los palestinos expulsados en la primera guerra, resuelto con realismo. Será algo extremadamente difícil, lo mismo que arrancar tal concesión a una sociedad israelí cada vez más atenazada por el síndrome de fortaleza sitiada. Pero al menos hemos asistido a una retirada inmediata de Israel ante la llegada de Obama a la presidencia.

La tarea pacificadora cuenta con colaboradores muy activos, entre ellos Hosni Mubarak, algo más que simple "cómplice", por la cuenta que le tiene, y la Autoridad Nacional Palestina, obligada a rehabilitarse. Ha de ser saludada asimismo la labor que desarrollaron sin demasiado éxito los Gobiernos de España y de Turquía. Moratinos es otro ministro en Oriente Próximo, y queda claro que Turquía puede ser un mediador indispensable en la región, por encima de las muestras de antisemitismo locales, como la pancarta exhibida en el parque de Bursa: "Admitidos perros, pero no judíos ni armenios" (por cierto, siguen las fronteras cerradas, sofocando a Armenia desde 1993 por decisión de Ankara). Ahora bien, el protagonismo toca ahora a los principales actores, con Obama en primer plano. Y también a Israel, obligado a aprender de este nuevo fracaso, y a Hamás, a cuyo cargo están personas, no futuros mártires, por seguir a Al Yazeera.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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