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Columna
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Autobuses doctrinarios y EpC

Fernando Vallespín

El Tribunal Supremo ha desestimado la objeción contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía (EpC). A la espera de leer la sentencia con calma, tengo para mí que es la decisión correcta. De no haber sido así, el alto tribunal hubiera tenido que justificar que los principios, derechos y valores fundamentales reconocidos en nuestra Constitución no vinculan a determinados ciudadanos. Se podrá alegar que aquello contra lo que se objeta no son estos valores, sino la forma torticera a través de la cual se presentan en algunos manuales, o la capacidad adoctrinadora que, en una dirección o en otra, puedan tener determinados docentes. Pero esto, la forma concreta en la que eventualmente puede ser aplicada, no invalida la cuestión de principio, la necesidad de que los alumnos conozcan dichos valores, sepan operar críticamente con ellos, y se acerquen al funcionamiento del entramado institucional de la Constitución.

El ateísmo debería alejarse de todo proselitismo para no convertirse en una doctrina más

Parece, sin embargo, que lo que preocupa a quienes fomentaron la objeción no es ya sólo la asignatura de marras, sino la misma existencia de una moral pública por encima de su propia moralidad privada. Tienen una gran dificultad en interiorizar algo que es el abecé de las democracias contemporáneas, la neutralidad del Estado respecto a las diferentes concepciones del bien. O, lo que es lo mismo, que lo que se considera "verdadero" desde dentro de una de ellas -la doctrina católica, por ejemplo- no ha de recibir por ello el marchamo de verdad moral oficial. Se respetan y protegen las convicciones y las opciones vitales personales, pero eso no significa que algunas deban tener el derecho a convertirse en la perspectiva oficial de una comunidad, por muy generalizadas que estén. Bajo las condiciones de un amplio pluralismo moral, de lo que se trata, por el contrario, es que todos podamos converger hacia principios cuya labor consiste precisamente en mediar en este pluralismo. Y son estos principios, como la tolerancia o la laicidad, los que al final acaban dotando de contenido a la moral pública, que, insisto, no sólo no ataca a ninguna concepción del bien en particular, sino que, al contrario, permiten su coexistencia con otras. Sobre esta idea tan sencilla se ha articulado el difícil equilibrio del ya insoslayable pluralismo valorativo de nuestras sociedades modernas, algo que, claro está, tendrá que ser impartido en EpC.

Que hay una confusión entre cuáles deban ser los límites entre moral pública y privada se ha visto claro en la pintoresca disputa a la que estamos asistiendo con los autobuses con mensajes ateos. Puede ser un buen estudio de caso para EpC. Soy contrario al "ateísmo doctrinario" que hoy tiende a florecer, porque, por definición, el ateísmo debería alejarse de todo proselitismo para no convertirse en una doctrina más. Pero ésta no es la cuestión. La cuestión es la sorprendente reacción del cardenal Rouco, cuando afirmó que ello significa utilizar "espacios públicos para hablar mal de Dios ante los creyentes"; o, y esto ya sí que es chocante, que "no es justo obligar a quienes tienen que hacer uso de esos espacios, sin alternativa posible, a tener que soportar mensajes que hieren su sentimiento religioso"; y que "los medios públicos no deberían ser utilizados para socavar derechos fundamentales". O sea, los ateos no pueden decir públicamente lo que piensan, pero ellos, que no dejan de reclamar un todavía mayor acceso al espacio público, si estarían plenamente legitimados para lanzar sus mensajes. No olvidemos que, a la postre, estas manifestaciones de ateísmo doctrinario no son más que una débil y casi anecdótica señal de resistencia ante las continuas apariciones públicas de lo religioso.

La libertad de expresión debe tener un límite, pues, no ya en las graves injurias a la religión, algo que en el Reino Unido se ha tipificado recientemente como delito, sino siempre que "hiera" algún sentimiento religioso. Y, al parecer, afirmar públicamente que "probablemente Dios no exista" y que, por tanto, hemos de disfrutar más la vida, provoca este tipo de sentimiento. Un derecho fundamental, incorporado al patrimonio de la moral pública, se hace depender así de lo que desde una confesión se interprete como lesivo a su sensibilidad.

Es muy posible que haya casos difíciles en este tipo de confrontaciones -recordemos la disputa de las caricaturas de Mahoma-, pero situaciones como la descrita ponen de manifiesto la dificultad de un sector de nuestro catolicismo para absorber las nuevas reglas bajo las que han de convivir en una sociedad plural. ¿Lo resolverá la EpC?

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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