Milá
Los buenos presentadores de televisión necesitan un punto de exhibicionismo. El público ha de notar que al presentador le gusta estar ahí, mostrándose. Con el tiempo, el presentador se envicia: necesita la cámara y goza con ella. En ese vicio habrá grados de dependencia, supongo. No sé cuánta dependencia habrá desarrollado Mercedes Milá, pero jamás he visto a nadie que goce de la cámara con tanta intensidad.
(En otras circunstancias, ahora estaría ya elucubrando sobre cuestiones como la cámara, el exhibicionismo, el "voyeurismo" y el sexo. Pero acabo de ver en la portada de un suplemento dominical, bajo el titular ¿Por qué tenemos que sexualizarlo todo?, una fotografía de Alfredo Urdaci disfrazado de Tintín y maquillado como una fallera de Lladró. La impresión ha sido tremenda. Temo que la palabra "sexo" me recordará para siempre a Urdaci. A cambio de mi trauma, ustedes se ahorran un párrafo superfluo de psicología cutre y sexología barata).
A estas alturas, pocos se atreverán a discutir que el éxito de Gran Hermano, después de 10 temporadas, se basa en Mercedes Milá. El formato es ingenioso, puede utilizarse como plato principal o como condimento de otros programas (y eso ha salvado más de una campaña a Telecinco), juega con el esquema exhibicionistas-mirones que está en el fundamento del espectáculo televisivo y permite una casi ilimitada (aunque falsa) dramatización. En 10 años, sin embargo, Gran Hermano se habría desgastado profundamente de no ser por Milá.
No es necesario que diga que Gran Hermano me parece una chorrada. ¿Y qué? A mí me encanta el fútbol, que, en esencia, es también una chorrada. Sí, Gran Hermano contiene altas dosis de basura, pero Milá, con sus excesos y su goce, la transforma en farsa. Gran Hermano es eso tan asqueroso y entretenido que llamamos televisión.
Lo fundamental, insisto, es lo bien que se lo pasa Milá ante una cámara. Esta señora ha elegido bien su profesión. Con Mariano Rajoy, la impresión es la contraria.
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