Mirar a los ojos
Ciertos vericuetos lectores me han llevado estos días a un libro curioso. El ensayo, titulado On killing, es decir, "Sobre el matar", tiene un subtítulo que podría traducirse como El coste psicológico de aprender a matar en la guerra y en la sociedad. El autor, Dave Grossman, es nada menos que coronel del Ejército americano, además de un psicólogo que ha tratado a muchos ex combatientes con todo tipo de traumas relacionados con sus acciones bélicas. Experto también en historia militar, suma las experiencias históricas a los testimonios de numerosos veteranos de guerra para llegar a una conclusión que dudo en calificar de sorprendente: "El hombre no es por naturaleza un asesino". Todos los datos indicarían que existe una poderosa resistencia innata a matar a un ser de la propia especie.
Los efectos inhibidores que conlleva la proximidad física tienen que ver con el cara a cara, con el cruce de miradas
¿Y entonces? Entonces ocurre que se puede aprender a vencer esa repugnancia natural. Grossman estudia los principales mecanismos psicológicos que han ido perfeccionando ejércitos como el americano para preparar a sus soldados para matar (mediante condicionamientos "casi en sentido pavloviano"). Y con éxito: según algunas investigaciones, en la Segunda Guerra Mundial sólo el 15-20% de los soldados de Infantería americanos habrían disparado a matar; los demás, o bien disparaban a lo alto, o bien se abstenían de hacerlo. En la guerra de Corea, se calcula que la tasa llegó al 55%; en la de Vietnam, ya el 90-95% no habría tenido reparos en tirar a matar.
Por supuesto, la tecnología también ayuda. La industria armamentística no ha avanzado tanto en precisión como en creación de distancia física entre el que mata y el que muere. Un factor claramente determinante. Grossman afirma que cuando la distancia es máxima y no se puede vislumbrar siquiera a las víctimas, no se suelen producir situaciones de rechazo ni traumas posteriores. Ojos que no ven, corazón que no siente. Ni siquiera en el caso de los individuos que lanzaron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki habría indicios de problemas psicológicos. Estos suelen surgir, sobre todo, cuando el combate ha sido a corta distancia, cara a cara. Cuando uno mira al oponente "a los ojos, y ve que es joven o viejo, que está asustado o furioso, es imposible negar que el individuo que se va a matar es semejante a uno". Y es que, "en lugar de disparar a un uniforme y matar a un enemigo generalizado, ahora el que mata debe disparar a una persona, a un individuo específico".
La cosa cambia cuando se mata por la espalda, aunque la víctima chille y se retuerza. Según todos los indicios, los efectos inhibidores que conlleva la proximidad física tienen que ver con el cara a cara, con el cruce de miradas. Parece como si sintiéramos preferentemente por los ojos. No es de extrañar que a lo largo de la historia la mayoría de ahorcamientos y fusilamientos se hayan efectuado encapuchando o vendando los ojos a los que iban a ser ajusticiados.
Aunque no siempre es así, claro. Tan importante como la distancia física es la distancia emocional con la víctima. Como la distancia ideológica, que hace que el agresor no la considere como un semejante, sino como un ser culpable que merece, precisamente, ser ajusticiado. Quien esté bien pertrechado con esos ojos distantes podrá aguantar sin pestañear la mirada implorante de su víctima. Los demás, afortunadamente, seguimos conmocionados bajo el poder de esa mirada.
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