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Columna
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Dóminus bobiscum

El sábado tomó posesión como arzobispo coadjutor de Sevilla Juan José Asenjo. La ceremonia dice mucho de las tradiciones de la Iglesia católica: larga, rancia y arcaica. 44 prelados, 600 sacerdotes, el presidente de la Conferencia Episcopal, el nuncio de Su Santidad en España, hermanos mayores de cofradías y todo tipo de representantes de la Iglesia sevillana y española. Dos horas de ceremonia llenas de casullas, solideos y mitras con abundancia de púrpura y carmesí. El ritual y la liturgia que tanto gustan en la Iglesia, pesadísimos momentos sacados del túnel del tiempo pero que a sus seguidores les debe parecer de un misticismo arrobador. Hay quien dice que es una jugarreta que le hacen Rouco y Cañizares al cardenal Carlos Amigo, integrante del sector más abierto de la Conferencia Episcopal, al ponerle antes de tiempo a su sucesor, que además es discípulo del antiguo primado de España. Desconozco las sutilezas de la política vaticana y de la Iglesia católica. No formo parte de la misma y por tanto me debería resultar indiferente que hubiera un arzobispo u otro, que uno fuera dialogante y el otro conservador. Me debería dar igual que besaran el Lignum Crucis o que la ceremonia fuera a los pies de la Virgen de los Reyes. Si el deán esperó al nuevo arzobispo a la entrada o lo que dice al respecto el artículo 407 del Código de Derecho Canónico. No debería importarme si el nuevo arzobispo coadjutor y, al parecer, futuro arzobispo a secas sea más o menos proclive a las cofradías y a las procesiones, a la participación de las mujeres, a la labor social de las hermandades o al despilfarro de dinero en ornamentos. Todo eso debería ser indiferente para alguien que no forma parte de la Iglesia por lo que me debería resultar ajeno. Pero no es así. Constato que me afecta porque la Iglesia tiene la costumbre de inmiscuirse en la vida pública. Si no fuera porque a los prelados les gusta determinar la acción política y regular la vida social a mí me daría igual si elevan a los altares a Kiko Argüello, le encargan que pinte la catedral de Sevilla o le dan una guitarra para que cante en la toma de posesión de este nuevo arzobispo o de cualquier otro. Me daría igual si el nuevo arzobispo es del Opus o de los Legionarios de Cristo, lo que opina sobre el aborto, la eutanasia, las bodas entre personas del mismo sexo, la Educación para la Ciudadanía, las células madre o cualquier otro tema de debate en la sociedad. Como me da igual su opinión sobre si las mujeres pueden ordenarse sacerdote o sobre el dogma de la Santísima Trinidad. De la misma manera que me es indiferente la teología y las normas de la Iglesia deberían resultarme las opiniones de una organización de la que no formo parte. Pero España no se termina de sacudir de una vez la caspa católica. Tantos años bajo palio que no somos capaces de sacarnos de encima la influencia de obispos y sacerdotes. Por desgracia tenemos que reivindicar cada día algo evidente: que la Iglesia no interfiera en la vida de la sociedad, que recomiende lo que quiera a sus fieles pero nos deje en paz a los que no lo somos, por eso me afecta. Y porque los políticos se dejan influir por lo que dice.

No comprendo la sorprendente presencia de cargos públicos entre los asistentes a esta ceremonia. El alcalde de Sevilla y una nutrida representación de la Corporación municipal, ¡la alcaldesa de Córdoba!, el vicepresidente segundo de la Junta y una consejera y, lo que todavía es más sorprendente, el presidente del Congreso que ha hecho de su fe una seña de identidad de su vida política. No entiendo por qué en un acto que debería ser para los fieles de la Iglesia tengan que estar los cargos públicos que nos representan a todos. También por este motivo no me es indiferente lo que hace la Iglesia, porque siento que quiere determinar mi vida y la de todos. Aunque no es santo de mi devoción y muy a mi pesar voy a recordar lo que le dijo Julio Anguita al obispo de Córdoba : "Usted no es mi obispo pero yo sí soy su alcalde".

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