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Dignidad de la fe, dignidad del ateísmo

La Asociación Humanista Británica impulsó el pasado octubre una campaña ateísta con la que pretendían recaudar el dinero suficiente para insertar este mensaje en los autobuses del Reino Unido: "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de tu vida". La frase tiene ese delicioso toque escéptico tan del gusto de los ingleses; ni siquiera hace una declaración taxativa, sino que se limita a indicar una probabilidad.

Laidea, que ha tenido repercusión y ha recibido el apoyo de intelectuales de renombre, entre otros, Richard Dawkins, autor de El espejismo de Dios, ya ha llegado a España, al haber aceptado tal publicidad la empresa municipal de autobuses de Barcelona.

Un creyente debe aceptar con deportividad que alguien diga que tal vez Dios no existe

Rowan Williams, el arzobispo de Canterbury, se tomó con evangélica deportividad esa campaña, celebrando el interés, al menos dialéctico, que Dawkins se tomaba por la idea de Dios. Pero no he visto tal deportividad entre nosotros. Por el contrario, he escuchado comentarios de furibunda repulsa respecto de la campaña por parte de creyentes, comentarios que me han parecido injustos.

Las opciones religiosas y metafísicas, creyentes o increyentes, son apuestas personales, es decir, juegan efectivamente con un factor de probabilidad que el gran cristiano y matemático Blas Pascal ya analizó en el siglo XVII. Como todas las apuestas, cada uno las hace a su riesgo y ventura.

Si la existencia de Dios fuera una evidencia, no sería motivo de fe, ni de apuesta. Se trata por lo tanto de un terreno propio de la libertad de cada uno, y su plausibilidad debe discutirse en el ámbito de la sociedad civil. Personalmente, yo prefiero hacer una apuesta creyente, por problemática que sea, pero creo que tan legítimo es hacer una apuesta atea o agnóstica. Y no creo que haya nada de incorrecto en que los ateos publiciten sus opiniones y las defiendan argumentadamente en el ámbito de la sociedad civil, del mismo modo que lo hacen las diferentes opciones religiosas, por cierto, de manera mucho más masiva. No es competencia de los poderes públicos en una sociedad abierta y democrática pronunciarse sobre cuestiones de esa índole, sino garantizar la convivencia de todos en un marco de derechos y deberes equitativamente establecidos.

Siendo fundamentalmente la democracia parlamentaria un sistema convivencial y una orto-praxis, una reflexión siempre en curso, planteada como tarea y no una ortodoxia doctrinal, cerrada y definida de una vez y para siempre, elude en su seno la confrontación entre diferentes opciones de sentido como el teísmo religioso de una fe revelada, el deísmo, el agnosticismo o el humanismo ateo, enmarcando su discurso colectivo en la búsqueda del punto en el que se da la coincidencia, negociando en cada caso un determinado consenso. Eso es, en definitiva, una Constitución.

Al proclamar los valores constitucionales de 1978, establecimos un acuerdo básico que admite la dignidad de cada una de las posiciones religiosas, filosóficas e ideológicas representadas de una manera abierta en una sociedad abierta. Lo que no significa que todas las opciones nos tengan que parecer del mismo modo válidas o correctas. La dignidad de las diferentes opciones no nace del valor de verdad que puedan tener, que será el que cada uno le atribuya en cada caso, sino de la autenticidad y el deseo de veracidad que es preciso suponerse en toda persona de buena fe, en definitiva, de la propia dignidad de la conciencia humana, frágil y mudable.

En última instancia, las ideas no son dignas y respetables, de hecho, difícilmente lo pueden ser todas cuando se niegan y contradicen tan rabiosamente, pero sí lo son las personas que las sostienen y defienden, en la medida que lo hacen de buena fe.

La democracia, como forma de organización de la convivencia, no busca proponer una determinada opción religiosa o metafísica, ni puede permitirse ninguna clase de adoctrinamiento, creyente o increyente, sino que busca hacer posible la convivencia entre personas que tienen interés real en cooperar de una manera equitativa, de generación en generación, a pesar de hallarse divididas en sus concepciones del mundo y de la vida (Rawls).

Será en el seno de la sociedad civil, y no en el marco de la representación política, donde se podrán discutir las cuestiones de orden religioso o metafísico, y en ese juego de mutuas interpelaciones, cada uno tomará sus propias decisiones. Ahora bien, deberemos aceptar deportivamente la inevitable puesta en cuestión que inevitablemente nos producirá esa libertad de opinión y de pensamiento, y ese contacto con los otros. En el seno de una sociedad abierta caben perfectamente diferentes alternativas de sentido, filosóficas, metafísicas y religiosas, siempre que acepten las reglas del juego de la democracia.

A mí todo esto me parece, además de muy democrático, muy evangélico, ya que, en contra de lo que las tradiciones eclesiales suelen decir, el texto evangélico relativiza radicalmente todas las pertenencias y todos los dogmas religiosos, y sitúa por encima de todo una sola cosa: la compasión como fuente última de salvación. Y si no, leamos lo que dice Mateo 25: "Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui huésped, y me recogisteis; desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a mí". En todo caso, disfrutar de la vida es un buen consejo para todos.

Javier Otaola es abogado y escritor.

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