Betty Freeman, una mujer creativa
Pertenecía a una generación de mujeres filántropas que está desapareciendo. Con sus actos, para empezar, no quería en absoluto destacar por medio de galas suntuosas o inauguraciones mundanas. Podía ser modesta, porque tenía un gusto personal exquisito, lo que tuvo como consecuencia que los mayores artistas se hicieran amigos suyos: David Hockney, Roy Lichtenstein, Sam Francis, Robert Longo, a quien visité con ella, por ejemplo. Y decenas de compositores y músicos que la adoraron sin excepción: Pierre Boulez, Wolfgang Rihm, Helmut Lachenmann, George Benjamin, John Cage, John Adams, Hanspeter Kyburz, pero también Alfred Brendel, Esa Pekka-Salonen, Sylvain Cambreling, Valery Gergiev y muchos otros.
Gracias a ella, Bob Wilson y Peter Sellars pudieron sobrevivir en un Estados Unidos que les era hostil. Gracias a ella, yo pude establecer una política de creación en Salzburgo que de otro modo nunca habría tenido lugar: George Benjamin, Marco Stroppa, Kaija Saariaho, Matthias Pincher, cuyas obras creadas en Salzburgo, entre tanto, se han convertido en clásicos.
Si tenía que reunirme con personas como David Lynch o Bill Viola, estos encuentros tenían lugar en su casa de Beverly Hills.
No era en absoluto convencional, en el mejor sentido; no había que tener siempre los mismos gustos, pero las discusiones eran apasionantes. Y con razón el único libro que escribió fue sobre el compositor completamente fuera de la norma, Harry Parsch.
Finalmente, aunque era una magnífica fotógrafa, profesión que había aprendido con Anselm Adams, tenía una mirada humana pero precisa sobre los artistas que la rodeaban. Observar las fotos en su libro Music People dice mucho sobre las personalidades a las que fotografió. Al hacer mi retrato, me confió más tarde, había tomado como modelo el cuadro de Pontorno (El príncipe, pero que en verdad no era más que un simple soldado) que se encontraba en el Museo Getty.
Este verano la vi por última vez, ya muy debilitada, pero guardo un maravilloso recuerdo de esa tarde en la que una vez más me presentó un nuevo talento. Al día siguiente, antes de mi partida, se empeñó en pasear 50 metros cogida de mi brazo por el Hillcrest Road, recordando los numerosos paseos que habíamos dado juntos por los más bellos parques nacionales de Estados Unidos: de Zion en busca de Messiaen hasta Big Sur, cerca de Henry Miller, a quien adoraba. Es también la única mujer que podía convencerme para que subiera a un pequeño avión de hélice -completamente abierto- para sobrevolar el Gran Cañón, y de ir a jugar durante 15 minutos a un casino de Las Vegas donde había llevado a término su segundo matrimonio, insistiendo en que había podido elegir ella misma la música y que toda la ceremonia había costado sólo 120 dólares (89,86 euros).
Si alguna vez existió una mujer original y siempre creativa, era ella.
Gérard Mortier es actualmente director general de la Ópera Nacional de París, y a partir de la temporada 2010-2011 asumirá la dirección artística del Teatro Real de Madrid.
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