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Columna
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Los afectos y los principios

Hay una tendencia natural a justificar las opiniones por los afectos. Parece como si la implicación sentimental otorgase autoridad inmediata sobre un tema. Recuerdo ahora una mesa redonda sobre la ley de matrimonios homosexuales. Un participante aclaró que, aunque él no era homosexual, tenía muchos amigos homosexuales y que por tanto no podían tildarse de homófobas sus discrepancias. Si se trataba de valorar una ley, tan fuera de lugar estaba la aclaración ridícula de que no era homosexual como la explicación empalagosa de que tenía muchos amigos homosexuales. Tampoco me parecen serios los padres de familia que pretenden demostrar su incompatibilidad con el machismo porque tienen hijas a las que quieren mucho. ¿Y qué pasa con los hombres sin hijas? ¿Y con las hijas sin padre?

La mala costumbre de manipular de manera partidista el terrorismo contribuye a darle un protagonismo político insensato a las asociaciones de víctimas. Junto a su dolor conmovido y carnal, los políticos profesionales llegan a parecer sospechosos de complicidad con los asesinos cada vez que se plantean en frío la búsqueda de una solución al problema. Esa tendencia dramática y espectacular hace que se considere a las víctimas como la fuente más autorizada para decidir sobre la dureza de un castigo, ya se trate de una violación, el crimen de un menor o un error judicial. Las víctimas merecen respeto, incluso en su desesperación, y solidaridad. Pero sus sentimientos no pueden sustituir a los principios cuando se valora con objetividad un problema social.

Vuelvo a plantearme este asunto en relación con la tragedia que está sufriendo Gaza. En mi única visita a la zona tuve una experiencia paradójica. La causa palestina merecía mi solidaridad sentimental más profunda, pero sólo podía identificarme con los principios de los judíos disidentes. Las injusticias sufridas por los palestinos son tantas y tan duraderas que han provocado una realidad descompuesta, una podredumbre buscada con premeditación y alevosía. Los atentados terroristas y el fundamentalismo religioso que se apodera de Gaza, entre cadáver y cadáver, son la consecuencia de nuestro cinismo occidental ante la injustificable barbarie de Israel. Los palestinos han soportado el dolor cotidiano de ver sus escuelas reventadas, sus hijos asesinados y su tierra convertida en un campo de concentración. Ni siquiera se puede hablar ahora de una reacción desmedida contra las actuaciones de Hamás, porque la política de Israel, impulsora principal de Hamás, no surge de una reacción, sino de un plan sistemático de aniquilamiento.

A Israel hay que explicarle con claridad que las personas decentes se opusieron en el siglo pasado al nazismo occidental, pero no porque el nazismo asesinara a judíos, sino porque mataba a seres humanos. Ni la caricatura del judío, ni la caricatura del palestino, pueden hacernos olvidar que hablamos de seres humanos, con responsabilidades y derechos. A Israel hay que explicarle que las personas occidentales y decentes tienen derecho a ver sentado en el banquillo a cualquier responsable de crímenes contra la humanidad. Lo mismo que ocurrió en Nuremberg debe ocurrir con los directores de esta matanza injustificable de Gaza.

Admiro a los ciudadanos de Israel que sienten horror ante los crímenes de su Estado. Los admiro incluso más que a los alemanes que se enfrentaron al nazismo, porque Alemania, antes de Hitler, no respondía a la trampa de una nación basada en una identidad cultural y racial única. Los líderes de Hamás me dan pena y miedo. Los líderes de Israel sólo miedo. Y no soporto a los pregoneros internacionales de las actuaciones israelíes. No se puede soportar que en nombre de Occidente, con argucias de todo tipo, justifiquen el crimen. No es cuestión de afectos, sino de principios.

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