Una Pascua con vocación exterior
La Pascua Militar ha tenido un tono orientado hacia el exterior. Así lo exige la situación internacional, con la indefendible ofensiva israelí sobre Gaza y la creciente presencia española en Afganistán, Líbano, Bosnia, Chad o Somalia. Hablamos de que unos 105.000 soldados españoles han participado en más de 50 operaciones, con un coste humano de 148 muertos y un presupuesto de unos 3.600 millones.
El balance de este año en defensa nos deja un buen sabor de boca por cuestiones simbólicas (primera mujer al frente del ministerio) y por otras de contenido (desde la nueva Directiva de Defensa Nacional hasta el impulso de la Estrategia Nacional de Seguridad y Defensa o la inminente aprobación de las nuevas Reales Ordenanzas).
Si se piensa en el inmediato futuro, lo más relevante es el énfasis en una presencia militar en el exterior, que debe convertir a España en un activo constructor de la paz. La primera señal de esta voluntad es la decisión de eliminar el techo que el Gobierno se había impuesto en 2005 de no superar los 3.000 efectivos. Resulta una medida adecuada. Esta participación es lo que más ha contribuido a modificar la negativa imagen que la sociedad tenía de una institución lastrada por un pasado felizmente superado y, además, a mejorar muy notablemente la operatividad de nuestros ejércitos. Además, España ha aumentado en gran medida su peso internacional.
La eliminación del techo señala una madurez política que, por fin, logra desembarazarse del complejo de ser acusado de militarismo. El efecto negativo de la bochornosa participación en la invasión de Irak ha gravado poderosamente el debate sobre este tema. Para no superar los niveles de fuerzas desplegados por gobiernos anteriores, se han hecho filigranas contables para intentar atender a las misiones en el terreno, llegando a la retirada de fuerzas en algunos casos (como en el difícilmente explicable de Haití), para atender otras demandas más urgentes (como Líbano o Afganistán). Se ha considerado, erróneamente, que la opinión pública no iba a distinguir entre una misión con respaldo de la ley internacional, que podía suponer un despliegue más numeroso, y otra ilegal o ilegítima, fuera cual fuera el nivel de tropas implicadas. Un efecto contraproducente adicional de esta actitud ha sido la de elevar el riesgo de quienes ya estaban sobre el terreno, dado que no siempre ha sido posible cumplir con las tareas de protección y asistencia a la población local o a los elementos civiles del esfuerzo español y, simultáneamente, con las de la propia seguridad del contingente militar.
A España se le va a demandar una mayor participación en contextos internacionales, con Afganistán como primer ejemplo. Podemos y debemos contribuir a la paz y a la seguridad con medios militares, y de ahí que sea una buena noticia la disposición a atender a dos operaciones principales y a cuatro menores. Con las condiciones ya conocidas -respaldo legal internacional (inicialmente identificado con la ONU, aunque el tiempo dirá si bastará con las decisiones de la OTAN o la UE), voluntad del pueblo español (a través del Parlamento) y capacidades militares (con el límite sobre los 7.700 soldados, si se atiende la recomendación de la OTAN de llegar al 8% de los efectivos operativos)- resulta importante subrayar que la prioridad máxima no puede ser, como ha señalado la ministra "la seguridad de nuestras fuerzas". Es una preocupación permanente, pero no puede ser ésta la vara de medida del esfuerzo a realizar. Complemento valioso de esta nueva orientación es la inclusión en las Ordenanzas del capítulo sobre Ética en las Operaciones, que resalta el valor de los principios del derecho internacional humanitario como guía de actuación. Nos interesa que esta medida sea algo más que una mera referencia nominal.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
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