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Reportaje:HISTORIA

La República nacida de la guerra

La socialdemocracia y el Ejército evitaron en 1919 que la derrota del imperio alemán en la I Guerra Mundial abriera camino a la revolución

La sangre corrió por las calles de Berlín en enero de 1919. Una insurrección iniciada el 5 de ese mes por algunos dirigentes obreros y grupos izquierdistas fue suprimida de forma violenta por tropas del ejército y unidades de voluntarios anticomunistas (Freikorps). El asesinato el 15 de enero de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht causó horror e indignación entre muchos ciudadanos que en absoluto compartían las ideas políticas de esos dos veteranos intelectuales marxistas. Cuatro días después, sin embargo, las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente dieron como veredicto el rechazo del programa revolucionario y el triunfo de los socialistas moderados y de los partidos liberales y de centro. La República, levantada sobre las cenizas de la derrota militar del imperio alemán en la I Guerra Mundial, iniciaba así su andadura parlamentaria y democrática. Desde su creación, el 9 de noviembre de 1918, Alemania vivió un periodo repleto de protestas sociales, grandes decisiones, esperanzas y desencantos. La historia se aceleró en esos dos primeros meses.

El asesinato, el 15 de enero de 1919, de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht causó horror a muchos ciudadanos
Ebert quería mantener el poder del Estado, evitar la revolución, reprimiéndola con violencia si hacía falta
Ejército y Freikorps sacaron sus armas contra el "bolchevismo" y contra la República a la que derribaron
Las élites del imperio consiguieron conservar importantes resortes del poder militar, judicial y burocrático

A comienzos de octubre de 1918, tras más de cuatro años de guerra y destrucción, el mando supremo del Ejército alemán se había visto obligado a pedir un armisticio que pudiera todavía evitar el desastre militar y el hundimiento del imperio. El reconocimiento de la derrota cayó como un bombazo entre la población alemana, que hasta el último momento había sido engañada con promesas de victoria por la propaganda oficial. La gente se lanzó a las calles a protestar contra la guerra, a pedir la paz a cualquier precio y a reclamar una profunda reforma del orden político y social. Los consejos de obreros y soldados, creados de forma espontánea en esos días, se hicieron con el control de la mayoría de las ciudades, mientras que el aparato militar y policial monárquico apenas ofrecía resistencia. La oleada revolucionaria alcanzó Berlín, la capital imperial, el 9 de noviembre. A primera hora de la tarde, el káiser Guillermo II abdicó. El todopoderoso imperio alemán, que había iniciado en 1914 una guerra de conquista del continente europeo, se derrumbaba de forma estrepitosa. Era el fin del orden tradicional y el nacimiento de una nueva era.

Tras la caída del imperio había que decidir qué sistema lo sustituía. Los consejos de obreros y soldados, que eran los que detentaban el poder real en la capital desde el 9 de noviembre, exigieron tener voz y parte en la formación del nuevo Gobierno. La intención de Friedrich Ebert, el líder del SPD, el partido socialdemócrata, a quien el último canciller imperial, el príncipe Max von Baden, le había transferido ese mismo día el cargo, era atajar el movimiento revolucionario y reconstruir un Gobierno con los partidos mayoritarios en el antiguo parlamento del Reich. Pero eso ya no era posible en aquel Berlín ocupado por soldados y trabajadores armados. Había que contar con los Socialistas Independientes (USPD), un grupo contrario a la guerra que se había escindido del SPD en 1917 y cuyo sector más izquierdista gozaba de un considerable apoyo entre los obreros berlineses. Al día siguiente, el 10 de noviembre, se constituyó el nuevo Gobierno provisional, el Consejo de Representantes del Pueblo, compuesto por tres miembros del SPD (Friedrich Ebert, Philipp Scheidemann y Otto Landsberger) y tres del USPD (Hugo Haase, Wilhelm Dittmann y Emil Barth).

Nadie esperaba un desplome tan absoluto del orden existente, y entre los principales actores de ese drama pronto surgieron notables diferencias sobre cómo organizar el Estado y la sociedad. Los grupos revolucionarios, débiles y pequeños en número hasta ese momento, tuvieron su oportunidad en medio de esa aguda crisis política y social. El objetivo de los más radicales era hacer una revolución a lo bolchevique, como la ocurrida en Rusia exactamente un año antes. Por eso no reconocieron al Gobierno provisional y, junto a un programa revolucionario de expropiación de minas, fábricas y tierras, pidieron la transmisión del poder a los consejos de obreros y soldados. Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y los militantes del grupo Espartaco, el grupo izquierdista que todavía formaba parte del USPD, abanderaban ese movimiento al grito de "Todo el poder a los consejos". Tenían mucha menos fuerza de la que aparentaban con sus continuas manifestaciones y ocupación de las calles, pero mucha gente vio en ellos la amenaza bolchevique.

Esa amenaza provocó una fuerte reacción defensiva, y no sólo entre las élites y las clases medias, y en esas circunstancias emergió con fuerza la figura dominante de Friedrich Ebert. Para él, la necesidad de mantener el orden, la continuidad en la Administración del Estado, resultaba fundamental y se convirtió en su principal obsesión. Por un lado, intentaba evitar a toda costa la quiebra del sistema económico y social que había acompañado a la toma del poder por los bolcheviques. Rusia no era el ejemplo a seguir, sobre todo si, tras las severas condiciones impuestas por los aliados en el armisticio del 11 de noviembre, Alemania quería acudir a las futuras negociaciones de paz desde una posición más fuerte. Volver a una economía de paz y desmovilizar a millones de ex combatientes requeriría, además, un enorme esfuerzo organizativo que sólo podía abordarse desde el Estado y su aparato burocrático. La preocupación por el orden formaba también parte de la tradición estatista de la socialdemocracia alemana, donde la mayoría de sus teóricos, con alguna excepción como Rosa Luxemburgo, no contemplaban el socialismo como el proceso de organización espontánea de las masas. El SPD había logrado ya antes de la guerra construir un entramado organizativo (político y electoral) sin precedentes en la historia mundial, fruto de muchos años de luchas y sufrimientos, y no lo iba a arruinar ahora la izquierda radical.

Al día siguiente de proclamarse la República, Ebert estableció un pacto con el general Wilhelm Groener, sucesor del general Erich Ludendorff como jefe del Ejército, que marcó la relación entre el nuevo régimen y el viejo orden militar. Ambos estaban de acuerdo en mantener el poder del Estado, evitar la revolución desde abajo, reprimiéndola violentamente si hacía falta, y restablecer el orden. Groener le prometió a Ebert la lealtad del Ejército al nuevo Gobierno provisional. A cambio, el Consejo de Representantes del Pueblo debía ayudar al mando del ejército a mantener la disciplina en sus filas y proteger la autoridad de los cuerpos de oficiales frente a los revolucionarios consejos de soldados.

Ese pacto con el Ejército y los acuerdos entre las asociaciones patronales y los dirigentes sindicales, firmados unos días después, abrieron una brecha importante entre el SPD y el sector izquierdista del USPD. El 28 de diciembre, los Socialistas Independientes se retiraron del Consejo de Representantes del Pueblo, dejando el Gobierno en manos sólo de los socialdemócratas. Mientras los moderados del USPD, que incluían al presidente Hugo Haase y al teórico Karl Kautsky, perdían fuerza, el grupo espartaquista abandonó sus filas para fundar el 1 de enero de 1919 el Partido Comunista Alemán (KPD). Cuatro días después comenzaba en Berlín la insurrección armada que trató de derribar al Gobierno, nombrar un comité revolucionario e impedir las elecciones convocadas para el 19 de ese mismo mes.

El levantamiento no tenía un plan estratégico claro y era más bien el reflejo de la ruptura profunda y definitiva entre el ala izquierdista del USPD y los socialdemócratas. Aunque los dirigentes espartaquistas estaban más preocupados en ese momento por la organización del nuevo Partido Comunista y no fueron ellos quienes condujeron la insurrección, aparecieron en realidad como sus principales instigadores teóricos, porque ése era el modelo de asalto al poder que habían propugnado desde la caída de la monarquía.

Para sofocar la revuelta, el ministro socialdemócrata Gustav Noske utilizó a soldados del Ejército, a burgueses y a estudiantes universitarios que profesaban una profunda aversión a la izquierda, y a unidades de voluntarios de los Freikorps. Muchos de los que mandaban esas unidades eran antiguos oficiales del Ejército movilizados durante la guerra, que odiaban la revolución y que abrazaron, como lo harían después Hitler y los nacionalsocialistas, la leyenda de la "puñalada en la espalda", la creencia de que no habían sido los militares, sino los políticos, "los criminales de noviembre", quienes habían abandonado la nación con la petición de armisticio. Los "rojos" eran para ellos como ratas que estaban inundando Alemania y cuya eliminación requería de medidas extremas de violencia. El lenguaje de su propaganda y la imagen del enemigo que transmiten en sus memorias reflejan a la perfección su espíritu de agresión y venganza: "Todo el que cae en nuestras manos es aplastado a culatazos y luego rematado a balazos. (...) Cuando luchábamos contra los franceses en el campo de batalla éramos mucho más humanos".

Aplastados a culatazos y rematados a balazos es como murieron Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en esa noche del 15 de enero de 1919. Su asesinato y la sangrienta represión de la insurrección demostraban que el Ejército y los Freikorps, a instancias primero de los socialdemócratas y por su propia iniciativa después, sacaron sus armas para combatir al "bolchevismo", como lo harían más tarde para socavar la legitimidad de la República y derribarla. El hecho de que los gobernantes socialdemócratas se pusieran en manos de esos violentos grupos armados para frenar la revolución, algo innecesario en enero de 1919, dada la correlación de fuerzas, fue la prueba definitiva de la desastrosa fisura que existía dentro de la izquierda alemana, en la política y en el sindicalismo, que impidió que se formara durante la República un frente unido contra la creciente amenaza de los nazis. Rosa Luxemburgo (1870) y Karl Liebknecht (1871) pertenecían a la misma generación que Friedrich Ebert (1871). Siempre habían mantenido profundas diferencias ideológicas en el seno del SPD, pero el verdadero cisma entre ellos se produjo con el estallido de la guerra en el verano de 1914. A partir de ese momento militaron en campos hostiles e irreconciliables.

Los trabajadores revolucionarios del USPD, que engrosaron después las filas del Partido Comunista Alemán, convirtieron a "Karl y a Rosa" en un símbolo del martirio, mucho más poderoso que lo que esos dos dirigentes habían representado en vida. Pero esa radicalización no se plasmó en las urnas. Las primeras elecciones democráticas que siguieron a esos dos meses decisivos en la historia de Alemania, celebradas tan sólo cuatro días después de los asesinatos de Luxemburgo y Liebknecht, parecían dar la razón a la política de Ebert de resistencia al cambio revolucionario y de no gobernar contra la voluntad de la mayoría. El SPD mantuvo su posición dominante con el 38 % de los votos, mientras que el USPD obtuvo sólo el 7,6 %. El 6 de febrero la Asamblea Nacional se reunió en Weimar, la ciudad elegida para proteger el poder legislativo de los enfrentamientos y protestas tan habituales en Berlín. Friedrich Ebert fue elegido el primer presidente de la República, quien encargó a Philipp Scheidemann formar Gobierno.

Las élites dominantes del imperio consiguieron en esos dos meses conservar importantes resortes del poder militar, judicial y burocrático, y desde esas posiciones intentarían anular en el futuro todas las concesiones que se vieron obligadas a hacer tras la quiebra del orden monárquico. Esa República parlamentaria y burguesa proporcionaría un escenario abierto para la democracia que conviene poner en perspectiva frente al potencial autoritario de la sociedad alemana y no sólo a la luz del fracaso de reformas radicales. La ruptura completa con el pasado, como había ocurrido en Rusia, no fue posible en un país que disponía de poderosas fuerzas contrarrevolucionarias, armadas y económicas, que serían las que acabarían con la democracia 14 años después. Nacida de la guerra, esa República vivió siempre con la pesada carga de suceder a un imperio derrotado y con el trauma de la represión sangrienta de la revolución.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

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