Fin del espectáculo
Los mejores edificios de este año apuntan que la mejor arquitectura ya no se mide en impacto, tamaño u osadía. Lo más osado puede estar entre lo menos vistoso. Más allá de la deuda que el Pritzker tenía con los riesgos de Jean Nouvel, este año han sido premiados proyectistas que trabajan pensando en el usuario.
La última Bienal de Venecia aclaró las cosas. Demostró que la teoría, que quiere ir más allá de los edificios, conseguía elevarse hasta alcanzar el mundo de lo etéreo, más gaseoso que arquitectónico. Así, parece que la era del espectáculo se agota. Muere de éxito. La agonía comenzó cuando las estrellas se prodigaron demasiado y, con las prisas, comenzaron a fallar. Y un famoso que falla, falla doblemente. Pero no ha sido esa abundancia la que ha acabado con el espectáculo. La falta de dinero ha dicho la última palabra.
El parón actual inclina a pensar que las cosas van a cambiar mucho. Pero analizar la arquitectura que ha triunfado este año permite ser optimista. De un lado están los héroes callados: jóvenes como Mónica Rivera y Emiliano López, capaces de hacer sentir a quien alquila uno de sus pisos de protección oficial, en Sant Andreu (Barcelona) que la arquitectura puede mejorar su vida. De otro, los iconos discretos.
Este año hemos visto cómo los nuevos reclamos no necesitan ser de nueva planta. Los suizos Herzog & de Meuron han cuajado en el edificio Caixaforum la remodelación de una antigua central eléctrica y una rompedora inserción en el centro de Madrid. Sin duda se trata de uno de sus mejores proyectos. Y, como ya ocurriera con la Tate Modern de Londres, de una propuesta de futuro que parte de lo que existió en el pasado.
En el tiempo difícil que se avecina conviene recordar el comportamiento animal: los aposemáticos, como el pez payaso, sobreviven a base de explotar su extrañeza. Los crípticos, como el lenguado, a base de pasar inadvertidos.
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