_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuento de Navidad

Sábado. Calle de Colón. Doce del mediodía. Árboles con sus luces. Gente con bolsas. El Corte Inglés en estado de ebullición, villancicos hasta en la sopa y carteristas de temporada concentrados en los puntos estratégicos buscándose la vida, como cualquier profesional. Me gusta mirar a la gente, observar sus movimientos. Me fijo en sus gestos, en sus andares, en su conversación, como si fueran figuras de una representación a escala moviéndose en un pequeño teatro. Cada uno en su papel. Y en eso estaba. Tomándome tranquilamente un café tras el ventanal de El Líbano, cuando de pronto reparé en la cara de uno de los mendigos al otro lado de la acera y di un respingo en el asiento. Yo a ese hombre lo conozco, me dije.

Era un tipo de unos sesenta y tantos, relativamente aseado. Estaba pidiendo limosna sentado en una silla de playa plegable ante una caja de cartón con unas monedas a los pies. Daba la impresión de ser nuevo en el oficio. No parecía sentirse muy cómodo y trataba como podía de mantener la dignidad. Nada de tender la mano o bajar la cabeza, ni estampitas de la Virgen de los Desamparados o del Sagrado Corazón. Allí estaba, en su esquina, sin interrumpirle el paso a nadie. Callado y pensativo, fumando con el cuello de la chaqueta levantado como Humphrey Bogart. Y entonces me acordé. Claro, a ese hombre yo lo había visto cientos de veces en el barrio del Carmen vendiendo unas bicicletas de juguete que hacía a mano con alambres recogidos de la basura y luego las pintaba de colores y las ponía encima de un tapete en su puesto ambulante, satisfecho y feliz con aquella media sonrisa de actor de los años cincuenta. Debió de ser guapo de joven y aún conservaba cierto porte, sobre todo en la manera de mantener erguida la cabeza. También tenía -y eso era lo que más me gustaba de él- un orgullo de casta por el trabajo bien hecho.

A mí los mendigos me provocan sentimientos encontrados. Algunos me caen bien y a otros ni los miro. Sobre todo porque me quema la sangre ver a un hombre hecho y derecho arrodillado en medio de la calle con los brazos en cruz y la frente en el suelo, suplicando caridad cristiana en lugar de asaltar bancos. Pero lo de Humphrey Bogart era otra cosa. Me tocó la fibra verlo allí, francamente. Así que crucé la calle para que me diera una explicación.

"Pero hombre, ¿y las bicicletas?". La pregunta debió sonarle a reproche, porque me miró avergonzado y levantó las cejas como disculpándose. Y a continuación me fue contando a retazos su historia: una multa municipal por venta ambulante sin licencia, amenaza de cárcel por impago y todo lo demás. La historia de siempre teniendo en cuenta el mundo en el que vivimos.

Antes de irme le deslicé un billete en la mano, más avergonzada yo que él, confusa e incómoda sin saber muy bien cómo despedirme. La verdad es que no me atreví a dejárselo en la caja de cartón con el resto de las monedas. Hacerlo de ese modo sería darle limosna. Y él no era un mendigo. Así que allí lo dejé, juntando para la multa, con la cabeza muy alta y el cuello de la chaqueta levantado como Humphrey Bogart. Un profesional.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_