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Tribuna:Laboratorio de ideas
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Deflación: ¿la puntilla de la recesión?

Manuel Sanchis

Mientras nuestras autoridades se afanan primordialmente en aliviar la asfixia financiera de bancos y grandes empresas, el asunto se les está yendo de las manos, pues la naturaleza del problema se está transformando por momentos. Casi sin sentir, el meollo económico está dejando de ser la recesión para adentrarse en el cenagoso terreno de las peores pesadillas económicas: implosión crediticia, trampa de la liquidez y deflación.

El frío de la recesión y su densa niebla constituyen el hábitat propicio para que haga acto de presencia el espectro de la deflación, una situación de caída general de los precios de bienes y servicios en el tiempo. En la zona euro, los precios industriales han caído un 0,8% en octubre, un 0,4% si excluimos energía y construcción. La perspectiva dinámica es aún más aterradora: desde agosto, los precios industriales, sin energía y construcción, han caído en Alemania y Reino Unido (0,2%), Francia (0,4%) e Italia (0,9%). ¿Qué ha ocurrido en España? El desplome ha sido aún mayor, el 1,1%. Pero, además de los precios industriales, han caído también los precios del petróleo y materias primas, y todo ello ha propiciado la caída en octubre de los precios de algunos bienes de consumo, como alimentos (0,1%) y transportes (2,6%).

Cuando la banca absorbe toda la liquidez el Gobierno debe acelerar las acciones de gasto público

Si tuviésemos perspectivas de una recesión corta, estos síntomas serían insuficientes en sí mismos para concluir que nos encontramos en la antesala de la deflación. Además, las disminuciones de precios no son necesariamente perniciosas si se producen como consecuencia de incrementos de productividad, y en eso consiste precisamente la caída de los precios del petróleo. Si se mantiene, equivaldrá a un shock de oferta positivo, es decir, a un aumento de la productividad. De ahí que la deflación inducida por estas razones deba ser bienvenida.

Sin embargo, los próximos meses conoceremos probablemente un empeoramiento de la recesión en profundidad y duración, como subraya el FMI en el informe sobre España (Consulta del Artículo IV). Las lóbregas expectativas de inversores y consumidores deprimirán la demanda, acentuando la caída de los precios del inmobiliario (8,7% en 2008), de la industria del automóvil y, quizá también, del comercio minorista. Si así fuese, en primavera estaría ya en puertas el infierno, la deflación, una espiral infernal que se retroalimenta y que, al posponer las compras en espera de precios futuros inferiores, deprime el gasto discrecional de familias y empresas.

La deflación es un pozo ciego en el que no debemos caer. Arthur Cecil Pigou, destacado economista clásico de los años treinta, señaló que para un nivel dado de masa monetaria (M), la caída de precios (P) aumenta los saldos monetarios reales (M/P), los cuales forman parte de la riqueza de las familias y, por tanto, estimulan su consumo (efecto Pigou). Sin embargo, en situación de deflación la distribución de riqueza entre acreedores y deudores perjudica a estos últimos pues la deuda que tienen que devolver contiene mayor poder de compra y, dado que los deudores tienen mayor propensión a consumir que los acreedores, ello debilita el consumo.

Como no estamos en vísperas de mejoras sustanciales de productividad, y las familias españolas están muy endeudadas, nos enfrentamos a un desplome de la demanda acompañado de un profundo pesimismo de consumidores e inversores, a una peligrosa implosión crediticia (credit crunch) y la subsiguiente rarefacción del flujo crediticio a las empresas.

Diagnosticar cabalmente la implosión crediticia exige conocer si los créditos bancarios se han vuelto más escasos y caros debido a que los bancos han dejado de conceder créditos a prestatarios solventes, o si ya no conceden créditos a malos prestatarios. Si, como creo, prevalece en estos momentos la primera posibilidad, entonces la afluencia de capitales promovida por el Gobierno y dirigida hacia la banca para su recapitalización será ineficaz, pues no aumenta los créditos a la economía solvente, detrae recursos de otros sectores y estrangula la demanda de inversión de las empresas. Ello afecta negativamente al paro y disminuye la demanda de consumo, lo cual genera una caída de la demanda de mano de obra y de masa salarial.

Conjurar la deflación en España y otros países de la zona euro exige que el Banco Central Europeo abandone su férvida política de rigor monetario entendida como rigor mortis. También requiere que mire menos hacia Alemania y focalice su atención en reducir el Euríbor instrumentando medidas como, por ejemplo, la penalización de los depósitos de los bancos en el BCE remunerándolos a tipos inferiores a los actuales. El señor Trichet se enfrenta a un nuevo dilema: gestionar una política monetaria que sea eficaz tanto para países con inflación como para otros en grave peligro de deflación, como España. Le guste o no, el BCE no tiene alternativa: agotar el escaso margen de maniobra del que aún dispone y recortar drásticamente los tipos a niveles muy bajos, y cuanto antes mejor.

Seguramente ello será insuficiente para reactivar la demanda, porque en situaciones de implosión crediticia la política monetaria suele ser ineficaz, pues la transmisión de los impulsos monetarios no funciona con normalidad. Además, con tipos cercanos al cero podríamos encontrarnos al borde de la trampa de la liquidez, si es que no estamos ya de lleno en ella. Con tipos nominales próximos al cero, la política monetaria sería incapaz de estimular la demanda mediante reducciones adicionales de tipos de interés. Aun así, el BCE tendría varios caminos para expandir la demanda. Uno de ellos es influir en las expectativas de los tipos de interés futuros a corto plazo. Para ello tendría que anunciar su decisión de mantener los tipos a corto plazo en niveles muy bajos durante mucho tiempo. Así influiría sobre los tipos a largo plazo y, con ello, en las decisiones de consumo e inversión.

La habilidad de los Gobiernos para analizar la economía siempre será imperfecta, pero un diagnóstico precoz y atinado de la deflación nos ahorraría ir a remolque de los acontecimientos. El Gobierno debería ser más proactivo y anticipar los cambios antes de verse envuelto en ellos. Su falta de reflejos para actuar con prontitud, su pasividad y su confianza, vacía de contenido y sin fundamentar, en un futuro rosa, hacen más probable que caigamos en el agujero negro de la deflación. Entre otras razones, porque las acciones de política económica se transmiten al sector real con dilatados desfases temporales.

Cuando la banca absorbe toda la liquidez que se le facilita, el Gobierno debería acelerar las acciones de gasto público antes de que la financiación mediante deuda empiece a constituir un problema. El anuncio del presidente del Gobierno de aumentar el gasto en inversión pública respeta la regla de oro de las finanzas públicas, estimula la demanda y ayuda a ahuyentar el espectro de la deflación. Pero el gasto social, aunque sea útil para mantener el consumo, es ineficaz si acaba transformado en puras rentas, como son, por ejemplo, las ayudas a jóvenes para alquileres. Sería necesario actuar en sectores donde dicho gasto se transforma en demanda efectiva, seleccionar bien las obras públicas como los trasvases, el AVE y centrales nucleares y aligerar las reglas de contratación pública.

La Comisión Europea podría también ayudar flexibilizando las reglas de mercados públicos y prestando atención a las opiniones del comisario Almunia, quien hace poco dccía: "Deberemos dar un estímulo suplementario desde el punto de vista presupuestario, tanto tiempo como la recesión esté presente". En situaciones críticas como la actual, no debería esgrimirse el Pacto de Estabilidad y Crecimiento como un argumento válido para impedir la financiación de estos proyectos, y habría que dejarlo vivir en el limbo hasta que la situación se normalice.

Pero sobre todo, sobre todo..., diagnóstico precoz, acción anticipatoria y abandono del optimismo ciego del Gobierno que se agarra a la bajada de precios y tipos como al clavo ardiendo que puede "mejorar" la situación de las familias y las empresas.

Manuel Sanchis i Marco es profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València.

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