Cielos efímeros
En sí misma es corta. Lo que se alarga de la Navidad es su preproducción, que recuerda la de los grandes blockbusters de Hollywood. ¿Cuándo empezó? Yo diría que este año antes que otros, pese a la crisis (y desde aquí propongo que a partir de ahora se diga en prensa, para ahorrar en tinta, en papel y en paciencia, la c, a secas, sin el sufijo risis, y todos entenderemos de qué se habla). La iluminación de las calles parece que cuesta menos que nunca, por no sé qué nueva modalidad de bombillas de bajo consumo, lo que no impide que, en general, los conjuntos luminosos sean hermosos. Algunas tiras las han vuelto a diseñar los modistos, y la práctica se demuestra un acierto: lo siguiente será que en la pasarela Cibeles, o como se llame ahora, los modelos de carne y hueso lleven modelitos de vestir tan bonitos, económicos y practicables como los eléctricos que estos días cuelgan (o se sopesan, que corregiría Fraga) en nuestras principales arterias.
No puede sostenerse que tragarse tantísima gente las uvas en la Puerta del Sol sea una 'performance'
Los grandes almacenes son los magnates del peliculón anual de la Navidad, y, como en el cine, es fácil saber cuáles son las majors y cuáles las productoras independientes. Los restaurantes contribuyen asimismo, quizá con más empeño, a la trama financiera de la entrañable fiesta; este año el esquema de las cenas de empresa o de familia tiene un nuevo y excitante ingrediente desde que se sabe que uno de los asistentes puede ser el judas de la reunión, allí presente no para llevarse la cesta de la empresa o el aguinaldo de la abuela sino para computar los derechos de autor de Asturias, patria querida cantada a coro por los comensales. Un poco de thriller en el edulcorado género navideño no viene mal.
De hecho, si uno se fija, enseguida se advierte que los mayores festejos rituales, el Carnaval, la romería, la tauromaquia, poseen ya de consumo el ingrediente gore, que todos sus organizadores dicen -en el fondo- rechazar pero sin el que la representación o festividad perdería el ser. La del Rocío, por ejemplo, tiene entre sus rasgos de folklore acendrado el maltrato animal, lo que indica que ni los rocieros bailones ni nosotros hemos olvidado aquella película de Pollack A los caballos los matan, ¿no?, aquí llamada, premonitoriamente Danzad, danzad, malditos. Por no hablar de los muertos acaecidos entre las sambas de Río de Janeiro, o de la sangre autoderramada de los que corren en los encierros de San Fermín. Vean ustedes, sin embargo, que estos tres eventos, y otros que se podrían comparar, duran poco, sin tiempo de fatigar la conciencia y la continencia como nos la fatiga el mes y medio largo de la Navidad.
Por otro lado, y valga la paradoja, la c ha rebajado visiblemente la suntuosidad de las producciones, y no hay más que fijarse en esa Twenty Century Fox de nuestro comercio al por mayor que es El Corte Inglés; este año los adornos externos de Preciados lucen depreciados, y las luces de Goya son desastres. De ahí que, después de sopesarlo todo en la balanza del símil nacionalista de Fraga, me incline a proponer para años venideros una solución eficaz, espectacular, señorial a la par que barata, y sobre todo más corta.
La idea, por pintoresca que pueda parecer, me ha venido leyendo un libro serio y documentado aunque también brillante y hermosamente ilustrado. Me refiero a Escenografías paisajísticas y artes escénicas. Madrid como Morada del Sol, en el Teatro Florido, en la Ciudad Portátil. El título, lo reconozco, se hace largo, pero no así la lectura de lo que sigue, pues el autor, Eduardo Blázquez, maneja sus conocimientos, que son muchos, con erudición, sin pedantería, guiándonos por un terreno de selvas encantadas, cornucopias y arquitecturas de cartón-piedra en el que, al cabo de años de exploración, se ha convertido en un formidable maestro de ceremonias. Creo que he leído todas las obras de este aún joven profesor abulense, y para dar envidia doy algunos de sus (más contenidos) títulos: Mansiones en el cine, El reino de Adonis, el santuario de Sebastián, El Reino de Flora, Ofelias en el cine, aguas en el espejo. Dejo al lector con las ganas de entrar en ellos y me instalo yo en el más reciente, centrado en la descripción del artificio efímero que en 1649 se erigió para la entrada en Madrid de Mariana de Austria, que venía a desposarse con Felipe IV. Prodigio de multiculturalidad avant la lettre (el dispositivo tenía arcos triunfales dedicados a Asia y a África), que no venga nadie a decirme que para eso ya tenemos la cabalgata de Reyes. Tampoco puede sostenerse que tragarse tantísima gente las uvas en la Puerta del Sol constituye una performance; ni siquiera como instalación humana le veo entidad. Siguiendo el ejemplo de nuestros ancestros más barrocos, una festividad navideña simbolizada en un decorado grandioso que, un solo día, ocupase la ciudad y nos encandilase a todos con su profusión de signos y espectáculo ilusorios sería como un sueño. Y a la mañana siguiente, al despertar, la matraca de esta inacabable pesadilla anual ya no estaría allí.
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