Maastricht

O sea, que Europa era esto: un banco central en Francfort, un vacío político y miles de jóvenes viajando con becas Erasmus. Mientras Barack Obama y la Reserva Federal organizan a toda prisa un plan de emergencia para tratar de salvar la economía estadounidense (otra cosa es que puedan), la Unión Europea pedalea en el aire y empuja a los irlandeses a celebrar un nuevo referéndum, a ver si se desencalla el mecanismo de toma de decisiones por si algún día, quién sabe, hubiera que decidir algo.
El Tratado de Maastricht fue un error. Cabe suponer que bienintencionado, pero error. No tiene lógica crear una fuerza económica, el euro, desconectada del poder político. Se dijo entonces que no se podía pedir todo, que la política sería el siguiente paso, que la solución llegaría de forma casi automática. Ha ocurrido, en realidad, lo contrario. La Europa ampliada es un simple club comercial con una referencia monetaria. Y esa referencia, el euro, amenaza con ahogar a algunos de los socios.
Una moneda fuerte va bien cuando las cosas van bien. España, sin ir más lejos, ha podido permitirse lujos que ni soñaba con la peseta. Cuando las cosas van mal, una moneda fuerte es un lastre: recuérdese la experiencia de la dolarización argentina. Sin euro, Grecia habría tenido que devaluar el viejo dracma y apretarse el cinturón hasta la rabadilla. Con euro, ya se ha visto y falta aún por ver, en la misma Grecia y tal vez en otros países de la Unión. La prometida unión de los ciudadanos no ha aparecido por ninguna parte. Si llegara a producirse, sería de forma traumática: millones de europeos sufriendo a la vez un cabreo a la griega. Mientras tanto, la Unión es el guiñol de siempre: Sarkozy, Merkel, Berlusconi, Zapatero, mercadeando cada fin de semana.
La solución no está en el euro ni, como comprueban los británicos, fuera del euro. Estaba en un buen Tratado de Maastricht, con su patita económica y su patita política. El Maastricht cojo nos dará muy mala vida.
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