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Congresos de los populares
Columna
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Una forma de gobernar

La estampa de un Gobierno repartiendo dinero entre los alcaldes, según la devoción que estos proclamen a su presidente, ilustra el actual momento que vive la Comunidad Valenciana. Dénia, Almoradí o San Vicente, se han visto premiados por esta fidelidad y sus ciudadanos podrán disfrutar de las inversiones. Por el contrario, los vecinos de Alcoi o de Orihuela han sido castigados. Se dirá que estas cosas son frecuentes en la política y que, en otras ocasiones, se han producido casos semejantes. Es cierto. Pero no hasta el punto que acabamos de ver: ahora se castiga a los ciudadanos no por su voto, sino por la postura que adopta su alcalde en el conflicto interno de un partido. Digámoslo de otro modo para verlo más claro: Francisco Camps utiliza el dinero público para deshacerse de José Joaquín Ripoll.

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Estas cosas sólo pueden llevarse a efecto si no hay enfrente una oposición que explique con claridad el hecho a los ciudadanos. Sin la existencia de ese freno, el poder no encuentra límites para su propósito, y puede hacer cualquier cosa que se le ocurra: sabe que la mayoría de las personas creerán aquello que se les diga. Lo que caracteriza al Gobierno valenciano es un desembarazo absoluto ante cualquier freno moral. Esta conducta que inició Eduardo Zaplana, la ha llevado Francisco Camps a un punto de naturalidad tal que nos hemos habituado a ella. Todo lo que favorezca la permanencia en el poder se considera válido y todo el mundo lo acepta prácticamente sin discusión. El comportamiento se ha extendido al resto de las instituciones que lo tienen como ejemplo. No hace mucho, el presidente del Consejo Valenciano de Cultura -un sabio ilustre- aceptaba, sin sonrojarse, que la institución publicara un libro sobre su vida. A este punto hemos llegado.

Todo esto es consecuencia de la personalidad política de Francisco Camps, que no utiliza su talento para gobernar, sino para mantenerse en el mando. La mayor parte de las decisiones que adopta el presidente de la Generalidad van encaminadas en esa dirección. Admitiré que esa es la manera de gobernar de buena parte de los políticos, pero el punto obsesivo al que llega la conducta de Francisco Camps lo hemos visto pocas veces. Este hombre no aspira a transformar nada; su única voluntad, a la que somete todo, es perpetuarse en el poder. Quienes pensamos, al comienzo de su mandato, que pondría orden en el desconcierto que había creado Eduardo Zaplana, y marcaría un rumbo para la Comunidad Valenciana, tuvimos que reconocer nuestro error a los pocos meses.

El éxito de su estrategia, ha adornado a Camps de unas cualidades políticas que, analizadas con minuciosidad, pueden parecer excesivas. La actualidad es un espejo que tiende a deformarlo todo y nos lleva a equivocarnos con frecuencia. No pondré en duda su habilidad y su extraordinaria paciencia para manejar los mecanismos del partido, porque es evidente. Pero el hecho no debería hacernos olvidar que, a diferencia de Zaplana, Camps no tiene devotos, sino partidarios interesados. Su conducta ha tenido un efecto pernicioso sobre la Comunidad Valenciana, ya que ha gobernado buscando la repercusión pública de sus decisiones. Mientras la construcción fue el motor de la economía y todo el mundo ganaba dinero, no se quiso reparar en ello. Camps pudo crear la ficción de convertir la Comunidad en un paraíso. Pero ahora que ha cambiado el ciclo económico, el paraíso muestra grietas y la ficción es difícil de mantener. Los empresarios, siempre vigilantes, han sido los primeros en advertirlo.

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