¡Ahora es la ciencia, Europa!
Europa no se hará de una sola vez o de acuerdo a un plan único. Se construirá mediante logros concretos que creen, en primer lugar, una solidaridad de hecho". Este fragmento pertenece a la Declaración de Schuman, presentada en 1950 y convertida en texto de partida para la creación de la Unión Europea (UE). La propuesta que contiene, exitosa en diferentes áreas políticas, debería aplicarse ahora, con toda decisión, a la Europa de la Ciencia.
A Robert Schuman y a Jean Monnet se les considera los padres fundadores de la Unión Europea. Ambos están al frente de un conjunto de estadistas profundamente proeuropeos que supo ilusionar a sus naciones con la idea de un proyecto común, y que incluye también los nombres de Delors, Mitterrand, Kohl y González.
La Unión Europea tiene pendiente una quinta libertad, la del movimiento de científicos
"Es la ciencia, innova". Éste es el lema más acorde con los tiempos
Con Jacques Delors al frente de la Comisión Europea (1985-1995), los Estados miembros aceleraron radicalmente su integración. Entró en vigor el Tratado de Maastricht y la Comunidad se convirtió en Unión Europea, con sus cuatro libertades de circulación: de mercancías, bienes, personas y servicios. Sin embargo, pese a que el político solicitó públicamente grandes aumentos globales de fondos para investigación, no se avanzó demasiado hacia una ciencia y tecnología paneuropea.
El énfasis, en los inicios de la Comunidad, se puso en el mercado. "Si tuviera que volver a empezar la construcción de Europa, lo haría por la cultura", dijo años después un Jean Monet arrepentido. Cabe añadir: por la cultura y la ciencia, esa ciencia que fuese ejemplo de los valores compartidos en el Viejo Continente y con la que siempre soñó la comunidad investigadora europea. Como la Unión, la ciencia tiene objetivos globales, es necesariamente cooperativa y posee un lenguaje común de avance y progreso.
Europa ha desdibujado fronteras a priori muy difíciles, como las relativas a seguridad (con el Acuerdo de Schengen) o a economía (con el Tratado de Maastricht y la adopción del euro). Hasta la política comunitaria se superó a sí misma muchas veces: hubo ampliación a 27 miembros, entrando en el selecto club de la Unión los países del Este, impensables compañeros de viaje hasta fechas bien recientes.
Pero en todo este complejo proceso, la ciencia ha caminado como dejada de lado, dedicada a sus quehaceres. La actividad de los investigadores parece plegada sobre sí misma, ajena al crecimiento económico y social europeo. El proceloso camino comunitario no ha tenido paralelismo científico, a pesar de que, según el físico alemán Carl Friedrich von Weizsäcker: "La fe en la ciencia desempeña el papel de religión dominante de nuestro tiempo".
Es cierto que ha habido avances importantes, como los sucesivos Programas Marco de Investigación y Desarrollo, de presupuesto cada vez mayor. Pero cada peldaño se fue subiendo de modo puntual, sin insertar a la ciencia en las líneas maestras de la construcción de la UE. Más que un soporte insustituible del edificio europeo, la investigación se configuró como una espectadora o invitada ocasional.
Actualmente, el Programa Marco gestiona en torno al 5% de los recursos europeos de I+D, dejando el 95% restante en manos de los Estados miembros. Este dato refleja que carecemos de una verdadera estructura científica europea, pero no sería necesariamente negativo si se compensara con una colaboración real entre naciones. Habría que aplicar a Europa y a la ciencia aquel consejo de Bertrand Russell según el cual la única cosa que puede redimir al mundo es la cooperación.
En los últimos años, hemos asistido al lanzamiento de proyectos científico-tecnológicos que pueden enorgullecer a Europa. Airbus es uno de los grandes ingenios técnicos de las últimas décadas; la Agencia Espacial Europea ha lanzado misiones tan relevantes como la Mars Express; y el CERN, creador de Internet, ha generado una enorme inspiración con una de sus últimas aportaciones, el Gran Colisionador de Hadrones o LHC. La apertura de esta instalación ha sido saludada por muchos como el mayor experimento científico jamás realizado, el "salto más grande hacia lo desconocido", en palabras del físico Brian Cox.
Los tres casos citados resultan de la cooperación entre un grupo limitado de Estados miembros que deciden avanzar en terrenos específicos. Son ejemplos de geometría variable, que funciona en el campo de la ciencia y que se configura como vía práctica, plenamente exitosa, en áreas donde es difícil lograr la unanimidad. Estos avances no hacen menos Europa, sino más. Son como las extremidades de un ciempiés, que se mueven a un ritmo desigual, pero sin dejar atrás ninguna parte del conjunto. Responden al contexto actual de la ciencia y la política, que son realidades a todas luces complejas, llenas de procesos de fragmentación y reagrupación, conformadas por avances no lineales pero progresivos pese a todo.
De hecho, pocas cosas son más participativas que el LHC. En el gran colisionador participan un buen número de países europeos, pero también de África, América, Asia o Australia; sólo en España hay implicados unos 750 investigadores repartidos por toda su geografía. Se trata de un proyecto que lleva a la práctica aquella apreciación de Louis Pasteur: "La ciencia no conoce país, porque el conocimiento pertenece a la Humanidad, y es la antorcha que ilumina al mundo".
La cooperación entre Estados, para ser exitosa, requiere de una verdadera movilidad investigadora entre países. Europa todavía tiene pendiente un logro, y es el de la llamada quinta libertad o libre movimiento de científicos en toda la Unión. Con ese paso, los avances nacionales en I+D se convertirían en avances europeos. Cada investigador podría hacer suya la asunción de Benjamin Franklin: "Donde esté la libertad, estará mi país".
Con la actual crisis financiera, muchos analistas han comprendido por fin que la antigua recomendación ("Es la economía, estúpido") debería ser sustituida por alguna más acorde con los nuevos tiempos ("Es la ciencia, innova"). Parece el momento propicio para acometer los andamiajes científicos concretos que creen esa solidaridad de hecho que proponía Schuman, para perfeccionar los engranajes ciencia-economía-sociedad en la Unión. Es la ciencia, Europa.
Tenemos una gran oportunidad para demostrar que la I+D y la innovación no son una apuesta pasajera. De nuevo Schuman fue explícito: "Europa está buscando; sabe que tiene en sus manos su propio futuro. Jamás ha estado tan cerca de su objetivo". El objetivo, ahora, se llama ciencia.
Carlos Martínez Alonso es secretario de Estado de Investigación.
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