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Columna
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Incentivos

Elliot Belt, cazador de recompensas, manifestó su vocación muy pronto: en su más tierna infancia aprovechó la campaña de desratización de 1883, cuando las autoridades ofrecían una prima de 25 céntimos de dólar por ejemplar capturado, para hacerse de oro gracias a su criadero clandestino de ratas. El episodio, fruto de la genial imaginación de René Goscinny (Cazador de recompensas, un Lucky Luke del 72), ilustra a la perfección cómo el comportamiento de los seres humanos puede generar resultados paradójicos y hasta contraproducentes cuando se ajusta racionalmente a sistemas de incentivos no excesivamente bien diseñados ni adaptados al entorno social y cultural.

Al margen de la ficción, abundan los ejemplos en el mundo real; hasta el punto que su exposición ha abierto un nuevo filón editorial del que se están beneficiando tanto respetados profesores universitarios como periodistas, todos ellos especializados en las cuestiones económicas. En el que probablemente ha alcanzado más éxito de todos (tres millones de copias vendidas), Freakonomics, el economista S.D. Levitt y el periodista S.J. Dubner narran cómo un incentivo aparentemente bien diseñado (la comisión de venta) no estimula adecuadamente a los agentes inmobiliarios: al ser un porcentaje fijo sobre el total del precio prefieren materializar la venta rápido, en vez de regatear en beneficio del vendedor, porque la comisión adicional que obtienen al conseguir un sobreprecio les resulta insignificante. La prueba: cuando los agentes inmobiliarios ponen a la venta sus propias casas (al menos en Chicago, de donde obtienen los datos Lewitt y Hubner) las mantienen en el mercado unos diez días más de media que las de sus clientes, y obtienen por ellas un 3% más de precio.

Nadie quiere que la planta de tratamiento de basuras se localice en su entorno inmediato

Si los incentivos, y muy especialmente los monetarios, generan problemas en las transacciones de bienes privados, mucho más lo hacen en el entorno de la producción de bienes públicos. Han sido ya estudiados varios casos de situaciones NIMBY (Not In My Back Yard, algo así como "no en mi vecindario"), esas situaciones en las que todos los miembros del grupo social comparten un problema común (eliminar la basura) que requiere una solución conjunta (crear una planta de tratamiento de basuras); pero en los que nadie está dispuesto a aceptar que la solución se instale en su entorno inmediato (nadie quiere que la planta de tratamiento de basuras se localice en su barrio); situaciones en las que, cuando el sector público ha ofrecido compensaciones monetarias a los vecinos, el problema de la resistencia ciudadana, lejos de resolverse, se ha agravado ("muy malo debe ser cuando a cambio me ofrecen tanto"). Porque, en el ámbito público, la cuestión de los incentivos se presenta, además, conectada con otra dimensión de carácter moral: el pago de incentivos, más que mejorar el rendimiento, puede incluso llegar a reducirlo, o a eliminarlo por completo. En otro de esos libros recientes que explican los más variados temas sociales aplicando la teoría (económica) del comportamiento racional, el prestigioso profesor Tyler Cowen pone el ejemplo de los padres que pagan a sus hijos por lavar los platos: convertir el deber ético de colaborar en las tareas del hogar en un salario provoca que muchos hijos dejen de lavarlos, simplemente porque no les compensa sacrificarse a cambio de unas monedas, o como estrategia para cobrar más y más. Y si este ejemplo no es suficiente, piénsese en la sutil diferencia que (dicen que) existe entre gozar del sexo voluntario entre adultos por amor y/o deseo, y disfrutar del sexo, igualmente voluntario y entre adultos, pero previo concertación de un pago monetario.

Hace unos días, un alto cargo de la Administración autonómica planteó la posibilidad de que los funcionarios autonómicos "que no dan ni golpe" cobren menos que los que trabajan; abriendo un debate sobre la conveniencia de introducir incentivos económicos, u honoríficos, en el ámbito de la función pública. Por si todo lo dicho anteriormente no bastase para recordar que los incentivos monetarios sólo funcionan cuando son adecuados al marco institucional y cultural en el que operan, recordemos cómo acaba la ficticia historia de Elliot Belt, el cazarrecompensas: con una pelea entre él y sus colegas sobre el reparto del dinero; pelea que el fugitivo aprovecha para escaparse. Al final, claro está, al fugado lo captura Lucky Luke, que siempre actúa eficientemente, a lomos de Jolly Jumper, por mero placer moral de hacer el bien y perseguir el mal.

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