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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tailandia, sin timón

Las instituciones tailandesas, encabezadas por la anacrónica figura semidivinizada del anciano rey Bhumibol, cumplieron relativamente su función mientras los sucesivos Gobiernos eran gratos a palacio y a los militares, su correa de transmisión. Incluso a pesar de los innumerables golpes, generalmente incruentos, que jalonan los 76 años de historia de esta monarquía constitucional asiática. Pero el equívoco modelo, estable y económicamente fiable, se ha ido quebrando tras la elección en 2001 de un primer ministro populista, Thaksin Shinawatra -depuesto por los generales en 2006 y ahora en el exilio- y su continuación con Somchai Wongsawat, al que acaba de dar la puntilla el Tribunal Constitucional, supremas antenas judiciales de palacio. Tailandia, 65 millones de habitantes, es ahora mismo un país sin timón y sin Gobierno efectivo, donde se ha suspendido la convocatoria extraordinaria del Parlamento, el lunes, para elegir nuevo primer ministro.

El dimitido Wongsawat, que había sido conminado por los militares a abandonar el cargo, ha sido hallado culpable de fraude electoral y su partido disuelto. En realidad ya había sido sentenciado por el formidable caos promovido en las calles de Bangkok y sus aeropuertos por la antigubernamental Alianza Popular para la Democracia (PAD), un heterogéneo movimiento reaccionario bien visto por los uniformados y el trono.

La alarmante crisis pone de relieve un conflicto profundo entre dos Tailandias: la de las viejas y acomodadas élites de la capital, que se expresan a través del PAD, y la rural y desposeída, que ha hecho sus campeones, a pesar de sus notorios claroscuros, de los dos jefes de Gobierno depuestos. Acomodar esa desestabilizadora ruptura exige instituciones firmes, fiables e independientes. Algo de lo que carece Tailandia e incompatible con una monarquía venerada religiosamente, aparentemente por encima del fragor político, pero en realidad intervencionista e intocable.

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