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Columna
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La política exterior de la ciencia

Acorde con las muchas transformaciones que el Estado ha sufrido a lo largo de su historia, se han ido modificando las maneras de relacionarse. En un mundo globalizado, tal vez sea en el servicio exterior donde se constate el mayor desfase entre las formas heredadas de organización y las tareas a las que tienen que hacer frente.

En las primeras etapas del Estado moderno como monarquía absoluta, la misión principal de la diplomacia era informar sobre lo que ocurría en la corte, en especial en la cabeza del monarca y en su entorno, así como negociar, desde alianzas a bodas dinásticas, cuestiones de enorme peso para el destino del reino. Con el fabuloso desarrollo de los medios de comunicación en la segunda mitad del siglo XX, esta función informativa ha quedado en manos de los medios y de los servicios secretos para los temas más delicados, de modo que la información que las embajadas mandan a sus respectivos ministerios podría ir directamente al cubo de la basura.

Libres de las dos funciones tradicionales de la diplomacia, informar y negociar, las embajadas han centrado su actividad en mejorar la imagen del país que representan, conectando con las instituciones oficiales y sobre todo con las privadas que destacan. En esta segunda etapa se han ocupado de potenciar las relaciones económicas, que en buena parte se creían dependientes de la imagen que se tuviera del país. Este objetivo económico ha perdido relevancia en las misiones diplomáticas, tanto por el papel creciente de la UE, como por el hecho de que hayan surgido multitud de organismos que se encargan de estos asuntos.

La promoción de la lengua y la cultura, decisiva para mejorar la imagen del propio país, se consolidó con la creación de institutos de cultura que han terminado por independizarse de la actividad diplomática en sentido estricto, aunque los consejeros culturales a veces incidan en actividades propias de los institutos de cultura, como el Goethe o el Cervantes. La política exterior de cultura necesita de expertos, preparados para esta función, así como de autonomía para proyectar la cultura real -en el ámbito cultural la propaganda surte tan sólo efectos negativos-, que no suele coincidir con la oficial, separación que no pueden hacer las embajadas.

Empero, para medir el rango que un país ocupa a escala internacional, más que la importancia de la lengua y los valores de su cultura literaria y artística, en los que nuestro país, sin estar en la cumbre, ocupa una posición muy digna, el criterio fundamental es la capacidad científica y tecnológica, ligada al nivel educativo desde la preescolar a la enseñanza universitaria. La política exterior de la ciencia, título de un seminario de expertos que la Fundación Ebert organizó en Berlín el 13 de noviembre, es sin duda el nuevo pilar que hay que añadir a la política exterior de nuestro tiempo. Cae por su peso que el factor, ciencia y tecnología, que marca la categoría de un país influya sobre la política exterior, que, al tener que ocuparse de promocionar en el exterior a la ciencia que se hace en el país, adquiere una nueva dimensión.

Tradicional en la política exterior de la ciencia ha sido atraer al mayor número de estudiantes extranjeros, tanto porque al final de los estudios cabe intentar retener a los mejores, como porque se logra expandir la ciencia y tecnología propias entre los países de origen. Pese a la dificultad de la lengua y el golpe brutal que para la ciencia significó el nazismo y la derrota, Alemania se enorgullece de ser todavía el tercer país del mundo, después de Estados Unidos y Reino Unido, en recibir estudiantes extranjeros. Ahora se ensaya con fundar universidades alemanas en el Tercer Mundo, una funciona ya en Vietnam, con costos altos y resultados discutibles. Pero la verdadera innovación ha consistido en crear en el exterior casas de la ciencia. Existe una en Nueva York, en la que los científicos alemanes conectan directamente con los del país, intercambian conocimientos y sobre todo estancias de investigación con el fin de ampliar en lo posible el mercado científico-laboral.

Más que el producto social bruto, la renta per cápita, las inversiones en el extranjero, lo que garantiza el rango internacional de un país es su capacidad científica y tecnológica. Medido con este rasero, Estados Unidos sigue a la cabeza del mundo, aunque se resienta del hecho de que esté ligado en buena parte a la industria de guerra. En un mundo globalizado, más allá de razas y culturas, la ciencia es el único y principal bien verdaderamente global que nos permite entrever el futuro de un país. No es el más halagüeño el de aquel que exporta científicos e importa futbolistas.

Cuando los diplomáticos españoles, apelando a que somos la octava potencia económica del mundo, buscaron apoyos para que España participase en la conferencia de Washington que sentaría las bases de un nuevo orden financiero, a menudo se encontraron con la pregunta inmisericorde de qué universidad de las vuestras está entre las 100 mejores del mundo, y cuál es el nivel científico del país, medido por su aporte tecnológico, tal como lo refleja el número anual de patentes.

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