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Columna
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Las alturas

"Nosotros, escritores, pintores, escultores, arquitectos, amantes apasionados de la belleza hasta ahora intacta de París, queremos protestar con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra indignación, en el nombre del gusto francés despreciado, en el nombre del arte y de la historia francesa amenazados, contra la erección, en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa torre Eiffel, que la maledicencia pública, a menudo inspirada por el buen criterio y el sentido de la justicia, ha bautizado ya con el nombre de torre de Babel... ¿Va pues la ciudad de París a asociarse a partir de ahora a la barroca, a la mercantil imaginación de un constructor de máquinas, para ser afeada irreparablemente y deshonrarse?" Este texto, trufado con un elenco de adjetivos poco obsequiosos de los que las líneas que acabo de copiar sólo ofrecen una muestra, apareció bajo un rótulo de negras letras de alarma en Le Temps del 14 de febrero de 1887. El rótulo presentaba la denuncia como Protesta de los artistas contra la Torre Eiffel, y un largo reguero de firmas avalaba, al pie, su ira y su fuego: entre los escritores, pintores, escultores y amantes de la belleza más pudibunda y conservadora se contaban Alexandre Dumas hijo, Leconte de Lisle y Charles Gounod; pronto, en artículos añadidos por otros periódicos, recibirían el apoyo de Paul Verlaine o Léon Bloy.

El decadente Joris-Karl Huysmans definió la lamentable torre como "esqueleto gigante y desgraciado"; Guy de Maupassant fue más lejos y recurrió a la proctología para calificarla de "supositorio plagado de agujeros". Así andaban los ánimos entre la materia gris de la capital del mundo en la víspera de la elevación de su monumento más emblemático. La flor y nata de la cultura, los baluartes de la estética y del buen gusto entendido como un jardín de estatuas donde el progreso no debía irrumpir con su hierro, consideraban su obligación desacreditar ese engendro, esa cosa innombrable, ese mazacote de metal con las piernas abiertas que iba a apropiarse del cielo de París para empequeñecer los campanarios de Notre Dame y asustar a las gárgolas. Poco podían sospechar que la belleza suele desplazarse a mayor velocidad que quienes le confeccionan trajes a medida, y que miríadas de afiches, películas y viajes de novios acabarían por reducir su verborrea apocalíptica a cháchara de viejas, de esas para las que no existen caballeros como los de antes.

No se me ocurre dudar de la autoridad intelectual ni moral de los miembros de Icomos, el organismo internacional que en un reciente informe ha condenado el levantamiento de la torre Cajasol en el cinturón histórico de Sevilla, y que incluso ha recomendado a la Unesco que incluya los bienes históricos de la capital en el censo del Patrimonio Histórico en Peligro. La verdad es que tampoco dudo de la autoridad de Gounod, ni de Verlaine, padre de camadas de poetas, ni de Huysmans, ni por supuesto del espléndido y excesivo señor de Maupassant; pero mi admiración no me impide percibir que todo el mundo tiene un mal día y que nadie se encuentra a salvo de dar un tropezón ni de proferir tonterías en un momento de flaqueza.

La excusa de que la torre Cajasol no debe construirse porque arruina el panorama de los tomavistas y vuelve forzosamente obsoletas las postales de los quioscos posee el mismo peso que la de los artistas enemistados con la torre Eiffel: ni los de ahora ni los de entonces comprendieron que una ciudad es una cosa viva, en continua expansión, que se desarrolla, crece, cambia de voz y cría bigote, y que intentar frenar su metabolismo para que se parezca al niño monísimo de antaño es un atentado contra la naturaleza del que ella se encargará más pronto que tarde de resarcirse. ¿Cómo? Obligando a sus habitantes a mirar a las alturas, y no a la suela de sus zapatos.

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