Marsé
Cuando era niño teníamos en casa una Barcelona imaginaria y perfecta que estaba sustentada por dos juanes: Juan Marsé y Joan Manuel Serrat. También teníamos un equipo imaginario y perfecto de fútbol que giraba alrededor de otro Juan: Johan Cruyff. El poeta hispanomexicano Eduardo Vázquez, en su estupendo libro Lluvias y secas, plantea una España imaginaria, la de su familia de exiliados republicanos en México que, como no podían regresar a su país, tenían que inventárselo todos los días, a partir de la casa del ilustre poeta Pedro Garfias, que era vecino suyo; Vázquez, que entonces era un niño, dice: "Esa casa de la colonia Juárez en la ciudad de México, a medio camino entre la nuestra y el mercado, era España; y sus abandonados sótanos galeras de mis barcos de aventuras, igual que sus macetas los campos de Galicia y Santander y el País Vasco". Dentro de ese país imaginario que hoy es un poema, Asturias era un minero ciego; Salamanca, una heladería; Cádiz, el peluquero, y un grifo que goteaba y no cerraba nunca "era la fuente y los ríos de España".
Cuando era niño teníamos en casa una Barcelona imaginaria sustentada por dos juanes: Juan Marsé y Joan Manuel Serrat
Mi casa también era de exiliados republicanos, pero a diferencia de la del poeta Vázquez, que estaba en la Ciudad de México, en un barrio donde había un montón de rojos, la mía estaba en Veracruz, en la selva, lejos de cualquier referente, ya no digamos español, o catalán como era mi caso, sino del mundo occidental, y para reconstruir ese país que habíamos perdido, ese país del que Franco nos había echado y al que no podíamos volver, teníamos que tirar de las butifarras y de los vinos de importación, del catalán mestizo que se hablaba en casa y, sobre todo, de nuestros dos queridos juanes, Juan Marsé y Joan Manuel Serrat. Lo de Cruyff, aunque también era Juan, estaba en otra órbita, era el emblema del Barça, el equipo que seguíamos a larga distancia en los periódicos, por contagio familiar; era el crack que nos hacía ganar y era capaz de meter goles en pleno vuelo, suspendido en el aire, y la prueba era una fotografía suya, que recorté del periódico y conservé durante toda mi infancia, que se titulaba: "El holandés volador". Pero Cruyff era holandés y mis otros dos juanes eran la viva representación de Barcelona, esa ciudad que durante toda mi infancia fue el objeto del deseo; mi madre, por ejemplo, cuando no queríamos comer coliflor o brócoli nos decía: "entonces no podréis ir nunca a Barcelona porque allá se come mucho de eso", y lo mismo nos hacía con los mejillones y con una especie de pulpejo transparente que nos parecía nauseabundo y que, dicho sea de paso, nunca he visto por aquí; lo cierto es que ante la negra perspectiva de no conocer nunca esa ciudad de la que nos habían expulsado por rojos, nos devorábamos la coliflor, el brócoli y cualquier bicho del mar que nos ponían enfrente. De lo que significaba Joan Manuel Serrat en aquel exilio en la selva escribiré otro día, no sé si un artículo o un libro entero; sus canciones eran la conexión con el país que habíamos perdido; oírlo cantar era como volver a casa y yo, más que catalán o mexicano me siento originario de sus canciones, tanto como de las novelas de Juan Marsé, ese otro héroe de mi infancia de quien toca hablar hoy, porque ese premio que le han dado es también un poco de mi familia y mío. En el lugar estelar de las estanterías de aquella casa en Veracruz, en el auténtico culo vegetal del mundo donde nací, estaban los libros de Juan Marsé, esas historias inolvidables que nos permitían viajar a Barcelona a pesar de que Franco nos lo había prohibido, esas novelas llenas de gamberros y mujeres desgraciadas en las que de pronto, como una flor en el lodo, brota la mujer más hermosa del Mediterráneo. Gracias a la censura franquista los libros de Juan Marsé circulaban en México, primero modestamente y había que ir a comprarlos a la capital; pero a partir del Premio Internacional de Novela México que ganó en 1973, con la entrañable Si te dicen que caí, la marea de sus libros llegó a Veracruz, que ya es mucho decir, y esta conveniente modalidad me permitió comprar el primer libro que pagué con mi dinero, La muchacha de las bragas de oro, un reluciente ejemplar que compré en una inmunda librería de Córdoba, el pueblaco que nos quedaba a mano. Todas aquellas historias de Marsé, desde Encerrados con un solo juguete hasta la de las bragas de oro, las fui leyendo en esa selva, frente a un ventilador Philips, quitándome de encima, a manotazos, insistentes nubarrones de mosquitos, y así fui reconstruyendo en mi imaginación, con la partitura del mundo literario de Marsé, esa ciudad en la que nunca había estado, y a la que mi madre amenazaba con no llevarme, si no comía mejillones y pulpejos. En mi recapitulación personal más escrupulosa me queda claro que la primera vez que estuve en Barcelona no fue en el año de 1979, cuando vine con mi hermano, otro Juan, a ver qué había aquí que fuera nuestro, sino unos años antes, el día que abrí, por imitar a mi padre, Últimas tardes con Teresa.
Jordi Soler es escritor.
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