Última parada
Donde acaba el metro también hay vida: arranca un viaje por 15 estaciones que delimitan Madrid y dicen mucho de la ciudad
Al final del trayecto hay un cura que da la extremaunción. También el rastro de un poblado chabolista y un salón de estética. Barrios inventados a golpe de grúa y pueblos donde ya los romanos hacían vino. Áticos de un millón de euros y pisos de alquiler protegido. El norte y el sur, la sierra y el polígono. Jubilados que recuerdan que allí, antes todo era huerta, una casa okupa y un aeropuerto. Un cementerio y una sala de partos. Muchos descampados.
Durante semanas, cada lunes, un viaje a los lugares donde el metro ya no va más lejos para contar lo que hay fuera. La ciudad que no viene en las guías, la que evoluciona sin que la miren demasiado. En este viejo oeste suburbano por donde crece la ciudad, los paisajes varían, pero muchos comparten cierto aire desolado. Los vagones tienden a llegar medio vacíos. De los casi 108 millones de personas que usaron el año pasado la línea 1, más de 73 millones pasaron por la estación de Sol, pero sólo 116.000 llegaron a Valdecarros, su punta meridional. Allí arranca este viaje, en la línea 1, que es además la primera de España, inaugurada por Alfonso XIII en 1919. Entonces los carteles decían Sol-Cuatro Caminos, hoy dicen Valdecarros-Pinar de Chamartín. Entonces vivían en la región 878.000 vecinos, hoy son más de seis millones.
Este viaje tiene sus reglas. Entre las 12 líneas, el ramal y los 3 metros ligeros, el plano tiene 319 kilómetros, 317 paradas y 28 cabeceras donde una voz anodina anuncia el "final del trayecto". No hay viaje por las líneas circulares (la 6 y el Metrosur); no cuentan, porque nunca acaban. Las que mueren donde empiezan otras, superadas por la ciudad, encerradas en el centro, como Cuatro Caminos, tampoco cuentan (salvo en el caso del falso final de Puerta del Sur, donde arranca el Metrosur, que es la excepción que confirma la regla).
Así, la criba deja un tablero con 15 últimas estaciones que escupen a los viajeros a un lugar en el que probablemente nunca han estado y nunca van a ir si no tienen una razón. Para muchos madrileños estas paradas son sólo puntos cardinales de colores, referencias al final de nuevos trayectos con paradas exóticas como Bambú, Siglo XXI o Las Suertes. Pero, ¿adónde da la Puerta de Boadilla?, ¿qué se fuma en Pitis?, ¿qué venden en La Peseta?
Si se unen literalmente los puntos de estas 15 estaciones sale un perfil extraño: mira a la izquierda con la oreja puntiaguda, la barbilla afilada y un morro más bien porcino. Pero figuradamente, el contorno de la ciudad que dibuja el plano del metro es un retrato bastante fiel de lo que pasa dentro, como en aquellas siluetas de papel que la gente llevaba en camafeos hasta el siglo XIX. Para hacerlas, el modelo se sentaba en una "silla trazadora" con un bastidor a un lado. Detrás se colocaba una lámpara y el artista calcaba la sombra. El resultado era una cara sin ojos, boca ni facciones y a pesar de ello, reconocible. El único retrato que se podían permitir los pobres antes de la fotografía. De hecho, la palabra es un epónimo de Etienne de Silhouette, un ministro de Finanzas aficionado a estos perfiles, que parió una reforma rápida y de malas maneras. Tanto, que todo lo que se hizo después como un bosquejo pasó a llamarse silueta.
Aunque no se hizo con prisas ni de mala manera, este boceto de Madrid no pretende ser más que un perfil; un trazo que atrapa una sombra. Y sin embargo, como en aquellos camafeos victorianos, la silueta dice mucho de lo que hay dentro. Habla de especulación, de la muerte de barrio y de PAU con grandes avenidas en las que nadie vende el pan. Explica cómo las barriadas obreras tienen que luchar durante décadas para conseguir su parada, mientras que los nuevos hospitales consiguen la suya ipso facto. Cuenta, por ejemplo, cómo la urbe engulló al campo.
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