Hasta los bordes

No siempre los nombres se compadecen con la realidad. Comer a Caramull parecería indicar que en el lugar de referencia se prima la cantidad sobre la calidad, que no se respetan las normas de buena crianza y que, sobre todo, no cabe punto alguno de sofisticación, puesto que el objeto último es alimentarse, saciar los apetitos así sea de forma desordenada, con los ojos puestos en la abundancia.

Pero a fe que en este caso no es así. La cocina de Caramull es liviana y muy cuidada, delicada sería la palabra, enraizada en las más conspicuas tradiciones y con el justo punto de modernidad; en una palabra, la cocina como hoy la entiende una buena proporción de nuestros cocineros autóctonos.

Las autoras del proyecto, ya expertas en las tareas de dirigir una cocina, se inscriben de forma más o menos ortodoxa - o radical- en las filas del conocido slow food, suerte de filosofía gastronómica que defiende de forma ardorosa los alimentos naturales, ecológicos, amén de una forma de guisarlos y comerlos acorde con la lentitud que les da título, y que en el fondo no supone más que racionalizar la forma de degustarlos, con la calma y el placer a que nos obliga su cualidad.

Espacio luminoso, terraza apetecible y cocina con serios planteamientos y muy dignos resultados, se traducen en especialidades como las empanadillas -hechas con cuatro diferentes harinas- rellenas del famoso en esas tierras bull encebollado, unas sutiles berenjenas rebozadas que cubren brandada de bacalao, o un ligero pescado - el escolá- acompañado de una magnífica fritanga de puerros, uvas y zumo de mandarina.

No despreciar ni por un momento el arroz, en especial el de conejo y setas de temporada: seco, suelto, sin tacha ni aceite que lo contamine.