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Tribuna
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¿Cuánto valía un café en 1950?

Juan Cruz

Hay un momento en que Juan Marsé se ensimisma en la conversación, mira al vacío y hace una pregunta que no tiene nada que ver con la conversación a la que asiste. Por ejemplo, pregunta: "¿Alguno sabe cuánto valía un café en 1950?".

Está ahí, en la conversación, en el bar, en la piscina o en la playa, y eso es lo que le preocupa, en ese instante. Es un orfebre, lo fue de la joyería, y lo es de la literatura; pulimenta, completa, no deja gato sin cascabel. Él sabe que el estilo es el hombre, pero el dato forma parte del estilo, y él no lo desdeña, lo busca, y hasta que no lo encuentra refunfuña. ¿Alguien sabe cuánto costaba un café...?

Él se cabrea con las películas que le han hecho (con todas las películas que le han hecho) porque no son capaces de reproducir los datos que él ha buscado con tanto afán narrativo. Contar, para él, no es tan sólo relatar un suceso o un recuerdo. Contar es edificar. Rafael Azcona, su amigo, decía que con Ronda del Guinardó se podía reproducir a escala toda la atmósfera de la posguerra, y no sobraba ni una esquina.

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Marsé se ha pasado la vida haciendo memoria sin dejar ningún cabo suelto

¿Y qué es la literatura si no reproduce una atmósfera, real o inventada? ¿Qué es sino un lugar en el que la imaginación de pronto cobra cuerpo propio, una identificación con lo que el lector cree que ha visto, incluso en sueños? Muchos de los que éramos jóvenes cuando Marsé publicó las aventuras del Pijoaparte en Últimas tardes con Teresa no habíamos estado jamás en Barcelona, y aquello -aquel relato- parecía un mapa de la ciudad, de sus barrios e incluso del sonido de sus calles, los olores de los bares, el tacto de la piel, y sobre todo el tacto de la piel de Teresa. Y de los sentimientos. La literatura de Marsé, que a veces parece de hechos, es de sentimientos, de una enorme, honda, melancolía. La suya.

Esa literatura ha vivido un extraño viaje entre nosotros; evidentemente, a Marsé no le ha doblado nunca nadie la rodilla, pero su travesía narrativa se ha encontrado en España con ecos difíciles, que no han salido mucho a flote porque a Marsé lo quiere (casi) todo el mundo, menos Rouco y unos cuantos más. Pero su empeño narrativo, que es por otra parte un hijo natural de su generación, no siempre ha estado en la órbita de lo que está de moda, y ese desdén que a veces se ha visto (y del que este premio que le han dado ha sido hasta ahora mudo testigo) en torno a su escritura proviene de los que no le han querido leer a fondo, y se han quedado en la solapa de su escritura.

Y él se ha empeñado en ahondar pareciendo que explicaba la superficie de una historia. ¿Por qué tanto coraje, por qué no se avino a las modas que fueron cambiando, por qué se encerró, por decirlo así, en su barrio, o en sus barrios y, sobre todo, por qué arañó en los aledaños de la memoria de lo peor que nos pasó?

Todas las épocas y todos los países tienen narradores empecinados en contar en clave de ficción la realidad de la vida, para execrable (o luminosa) memoria del tiempo en que ellos vivieron. En España tuvimos a Unamuno y a Baroja, los ingleses tienen a Dickens, los italianos tuvieron a Vasco Pratolini, y los argentinos tienen a Leopoldo Marechal y a Borges, como los uruguayos tienen a Mario Benedetti, a Horacio Quiroga o a Juan Carlos Onetti. En España hay muchos contemporáneos, evidentemente, desde Juan García Hortelano, por citar a un gran amigo de Marsé, y para no ahondar en las engorrosas listas de la nomenclatura. Unos son testigos de una manera y otros son testigos como les da la gana, pero la literatura del testigo obliga a una actitud que Marsé personifica a la perfección; por eso, porque es un testigo, porque lo ha querido ser, se ha empecinado. Cuando él cuenta El embrujo de Shanghai no está dejando a ningún albur la historia de lo que pasa en esa historia, ni de lo que pasó en la historia. El dato hasta para reproducir una mirada, y ésa por cierto es una novela de miradas, acaso la más interior de Marsé, la más extraña.

Es ficción, pero no es ficción en sentido estricto. Es la reconstrucción, para la ficción, de un mundo que él conoce en todos los detalles; lo disimula a veces, pero es notorio que eso lo ha vivido. Y lo bueno es que lo parece. Ahora que se premia su literatura hay en España una discusión, a mi gusto demasiado mal encarada para el tiempo que ha pasado, sobre la memoria histórica, sobre el dolor que despiertan algunas memorias. Marsé se ha pasado la vida haciendo memoria, hablando de su propio devenir como si fuera de otros, y haciéndolo con una modestia de gestos que contrasta con la grandeza de su hazaña. Leerle es reproducir un tiempo, pero por dentro; lo ha logrado a base de no dejar ningún cabo suelto. Hasta el precio del café forma parte de la exigencia de su estilo.

Porque escribir es reproducir en un puño una atmósfera que si se escapa deja a la literatura en los puros cueros.

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