'Habemus Nativitatem'
El otro día estuvo la regidora Itziar González bajo mi balcón. No, no se me estaba declarando, ni le lancé una escala de cuerda. Y eso que iba acompañada por seis músicos, dos cabezudos, un hada "que nunca se enfada", varias cámaras de televisiones locales, bastantes niños con farolillos encendidos, muchos turistas, carretadas de mirones y algún que otro vecino asomado a ese mar de cabezas que desde las alturas dibuja estos días la avenida de Portal de l'Àngel. Vamos, un gentío. Fue en ese momento cuando, de las profundidades de la memoria folclórica, se hizo audible una voz en off (modalidad pesebreviviente) que nos invitó a todos los vecinos de Ciutat Vella, cual pastorcillos, a escuchar la buena nueva de la regidora.
La idea era que vivimos ilusionados y felices, haciendo frente a la crisis con buen humor
Ahí fue cuando me puse la bata y salí al balcón a fumarme un cigarrito. Abajo, a pie de pista, entre motos y coches de la Guardia Urbana, sobre una pequeña tarima de madera, comenzaba el acto oficial de encendido de las luces navideñas, debidamente patrocinadas por la asociación de comerciantes del barrio. Algo así como la inauguración oficial de la Navidad, tras la cual ya estaba permitido comprar regalazos, comer grandes porciones de turrón del duro y felicitar las pascuas a desconocidos con sonrisa ambigua. Según entendí, la idea central era que mis convecinos y yo mismo vivimos ilusionados y felices, haciendo frente a la crisis con imaginación y buen humor. ¿Y qué mayor ejemplo de ello que un hada con antorcha de pega (modelo preolímpico) para presentar la iluminación de este año?
A su mágica invocación, las luces de la avenida y de todo el barrio -y aun se diría que de todo el universo- se encendieron. Estrellas blancas y aros azules (modelo estándar, supongo de bajo consumo tras los subidones de la compañía eléctrica), que sacaron un "¡ohhh!" de los niños y un "¡ahhh!" de los turistas. Pese a lo cual, el ambiente gélido de esta propuesta en azul y el mismo hecho de un encendido tan tardío, casi en diciembre, fueron una visible invitación a seguir pensando en esa crisis que vamos a obviar, todos juntos, como un solo vecindario, con ilusión y mucho vino gasificado.
Y entonces el hada, helada y abocada al pluriempleo, se puso a bailar en mangas de camisa a los sones de una orquestina (modelo jazz del Misisipí) mientras los cabezudos tenían bastante con no tropezarse con los transeúntes. La imagen tenía su cosa. El termómetro gigante de Can Cottet marcaba apenas 13 grados y soplaba un airecito de lo más desapacible. Aunque hubiera podido ser peor, claro está. Piensen que los Cottet pusieron su célebre artilugio en febrero de 1956, dos semanas después de darse la temperatura más baja (siete grados bajo cero) registrada en la ciudad en todo el siglo XX.
Visto lo visto, el hada se fue en procesión lanzando caramelos y llevando su antorcha cual corredora de Maratón venida expresamente desde el monte Olimpo, seguida por los cabezudos, la banda y los niños de los farolillos. Y así se alejaron, pasando frente a las nuevas macrotiendas, los nuevos pisos de alto standing y los nuevos vecinos (dependientes de comercio temporales, en su gran mayoría), caminito de la catedral.
La voz en off nos comunicó el fin del acto y nos deseó felices fiestas. A esa hora, en la calle sólo quedaban, solitarios, los servicios municipales retirando la tarima, una riada de viandantes ajenos a lo que había ocurrido y dos coches de la Urbana, envueltos todos en esa nebulosa blandengue que nos invade cada año por estas mismas fechas y nos deja la autoestima por los suelos. Habemus Nativitatem! pregonaban miles de bombillas, a todas luces encendidas. ¡E hízose la luz!
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.