O quizás simplemente te regale una fosa
Una muchacha (Chantal Aimée) llega al puticlub de una carretera perdida: al parecer, su padre la ha llamado. Comienza El bordell (El burdel), la nueva obra de Lluïsa Cunillé, en el Lliure, dirigida por Xavier Albertí. Luces rojas, sillones de escay, metales brillantes sin alcurnia, plafones de espejo, lámpara supernova estallada. Un trueno anuncia tormenta. A los dos minutos de función, la Madame (Mercè Arànega) le dice a la muchacha que su padre a quien quería ver era a su hermana mayor, pero la primogénita le colgó el teléfono. Ese arranque tal vez anuncie la estrategia de la obra: el "detonante incitador" es un malentendido; no hay trama sino situación, y la presunta protagonista queda reducida, por un buen rato, al rol de observadora de un agua estancada, concéntrica. El padre (Enric Majó), tirado en un sofá, viste de mujer. "Así las chicas me tienen más confianza, me cuentan su vida y no me aburro. ¿A ti no te aburre ser siempre tú misma y oír las mismas cosas?". ¡Feliz ocurrencia! El bordell podría ser la cara B (o la otra cara de la luna) de Salón Primavera, que Cunillé estrenó la anterior temporada. Salón Primavera era muy Achard y ésta es muy Anouilh: una pièce grinçante. Cunillé no había nacido, claro, cuando Achard y Anouilh estrenaban, pero el teatro es a menudo como el gabinete de una médium. Se concitan aquí, por azar o no, muchos fantasmas remotos. Cocktail de la casa: 1/3 del último Tennessee (Aviso para embarcaciones pequeñas, por supuesto), 1/3 de Genet enculado por Copi, 1/3 de Dry Anouilh. Y angostura española: las ceremonias barrocas y degradadas de Nieva, el sacramentalismo de Romero Esteo, la sorna opaca de Martínez Mediero. Guinda negra: El desastre de Annual, de Ricardito Franco. A Ricardito, que en gloria esté, le hubiera encantado El bordell. Por su tono, esa ferocidad disparada con silenciador, como los apartes shakespearianos que sueltan los personajes, en voz baja, casi avergonzados. Flashback: la noche del 23-F, un político, un banquero y un militar, de camino a Francia, decidieron unirse y montar una gran casa de putas, su "única y verdadera patria". Se han reunido de nuevo, veinticinco años después, para brindar "por este burdel dentro de otro gran burdel llamado España". Una frase un tanto campanuda para Cunillé. A esos tres ya les cuadra, pero les prefiero cuando hablan como si estuvieran soñando, o en el nivel 13 de la curda. El político es el padre: ahora ha decidido encerrarse en el váter, como Fernán-Gómez en El anacoreta. "¡Qué tiempos más absurdos", diagnostica, "en los que la ciencia desea desterrar cualquier duda, en los que las maldiciones ya no se cumplen y por un solo vínculo hay cien deserciones!". El banquero (Jordi Banacolocha) hace su entrada poco más tarde. Está estupendo Banacolocha, casi un Michel Serrault a la catalana: un pajarraco chabroliano, turbio y malicioso, que apostó por quien no debía. También se sale Mercé Aránega, esa Madame todavía llena de fuerza y de vida, altiva y sardónica, que le canta las cuarenta al lucero del alba y amenaza con publicar sus memorias, "más de veinte rollos de papel de váter, escritos por ambas caras", y está como nunca Enric Majó (lástima que se le oiga tan mal en las escenas del lavabo: hay que mejorar la sonorización), y Jordi Dauder en el rol del militar paralítico, bronco e infantilizado, que blande una pistola de fogueo porque "la de verdad la guarda su madre bajo llave". Hay repeticiones circulares, discos rayados, movimientos sin éxito salpicados por fulgurantes mots d'esprit: "A mi edad se habla para no pensar", le dice el banquero a la muchacha. "Toda mi vida fingí ver lo que no veía y cerré mis ojos ante lo que veía de verdad", dice el padre, más Gloucester que Lear. Y la Madame, advirtiendo de los peligros de la danza, en otra gran frase inesperada: "No prometas nunca nada mientras estés bailando. El baile puede conducirte a tal éxtasis que te obligue a bajar la guardia y ponerte en manos de cualquiera".
Nos habíamos olvidado de la muchacha, varada en un extremo de la barra, cuando de repente, primera sorpresa, reemerge, desea: tiene un amor secreto, un alumno, un menorísimo al que todos toman por su hijo. Aparece el chaval (Rubèn de Eguía): se ha pegado un trastazo con el coche y no recuerda nada. Buero habría salivado con ese muchacho, tan simbólicamente amnésico "como este maldito país en los últimos treinta años", dice el padre travestido. Y añade: "Quizás te convendría otro golpe en la cabeza para recuperar la memoria". El crío sólo anhela dormir. "No dejen que se duerma", repite la muchacha. "Si se duerme, ya no despertará". Pero, segunda sorpresa, le toma en sus brazos y le acuna con una nana del Orfeo de Monteverdi. La Madame agita una campanilla y el bello durmiente vuelve a abrir los ojos y mirar, quizás, desde el ensueño.
(Kafka: "Basta un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca"). De lo alto baja entonces un viejo cliente (Jordi Serrat), muy atildado, muy ceremonioso: se presenta como el rey de España y, según la Madame, acaba de hacer algo muy feo, feísimo, algo que no debe de hacerse bajo ningún concepto. Tan y tan feo que ni a Valle se le hubiera ocurrido. La Madame sale por pies, maleta en mano, para que no le carguen el mochuelo. El sonriente monarca pone sus ojos en el crío, al que quiere convertir en futuro jefe de la Casa Real. El padre susurra a su hija: "Síguele la corriente, es el único que está loco aquí y no lo sabe". Hay una última sorpresa, insólitamente mal servida por Xavier Albertí. Y un desajuste fundamental: el clima alucinatorio, las revueltas del texto y las excelentes interpretaciones pierden gas en la sala grande del Lliure, en ese enorme (y precioso) espacio diseñado por Lluc Castells. Las obras de Lluïsa Cunillé requieren proximidad, y ésta, más que otras suyas, una escucha atenta. Me encanta la locura sonámbula de El bordell, pero me temo que esta vez Albertí, casi su director de cabecera, no ha acabado de pillarle el truco. Quisiera verla de nuevo, cuando esté más adensada.
El bordell, de Lluïsa Cunillé. Dirección: Xavier Albertí. Intérpretes: Chantal Aimée, Mercè Arànega, Jordi Banacolocha, Jordi Dauder, Rubèn de Eguia, Enric Majó, Jordi Serrat. Teatre Lliure. Barcelona. Hasta mañana, día 30. www.teatrelliure.com/
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