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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Dioses, tumbas y canallas

En Giza, los guías siguen convenciendo a los turistas para que posen, levantando el brazo derecho, con una de las pirámides detrás. Vista la foto, el efecto resulta chocante: parece que la estemos sujetando con la punta de los dedos.

Así es como las metáforas de la era actual aparecen súbitamente, en cualquier lugar del mundo: creíamos controlar la situación, pero éramos nosotros los sometidos, aquellos a quienes la estafa geométricamente calculada -el triunfo del neoliberalismo económico y del crimen moral organizado- poseía y contenía bajo sus piedras. Y la pirámide se ha desplomado, el alud no se ha hecho esperar. Mientras, en el vértice, los ejecutables ejecutivos, que recibían desmedidos emolumentos por fusilar nuestro futuro en el paredón de sus cuentas ocultas, buscan y hallan en los Gobiernos más que árnica para salvar el capitalismo, es decir, sus beneficios. Nos queda la fotografía: algo en qué pensar.

Decía cualquier lugar, y no es cierto. Egipto es especial. Ofrece un entorno muy apropiado para observar desde su interior el inicio de la catástrofe artificial, decididamente ruinosa, que nos ocupa (o asalta). Más allá de Giza, la silueta del desierto occidental se emborrona con el velo amarillo de arenas milenarias revuelto por los vientos. Esa arena se pega a las zapatillas del visitante para recordarle, de vuelta al hotel -un verdadero tres estrellas cairota, nada de lujos-, que muchos otros estuvieron allí, con sus inventos necios. Y al fin y al cabo, una piensa, los faraones que se empeñaron en vampirizar el sudor de sus contemporáneos para que alimentara sus gloriosas tumbas, y que fueron enterrados en ellas con todas sus posesiones, eran grandes en su vanidad. Nada menos que la eternidad ambicionaban. Pusieron el listón tan alto que algo quedó. Estos ejecutantes de hoy, cuyos nombres aparecen en los periódicos, ¿qué son, qué legan? Nadie visitará sus tumbas.

Imagino a los egipcios durante el crash de Akenaton. Todo un sistema religioso -y con él, un sistema económico, una casta sacerdotal, sus derivados y dependientes- se fue al garete por el empeño de un faraón testarudo e iluminado, un fundamentalista del Sol, como esta gentuza de ahora lo son del mercado. Ellos también, los egipcios de entonces, se debieron de preguntar, como nosotros en nuestros días, qué ocurriría en adelante. Como debió de hacerlo siglos más tarde Antonio, al intuir que otros dioses, los suyos, le habían abandonado (Cleopatra siempre tuvo muy claro el suicidio como final de sus sueños).

Agradezco al destino que la llegada de patéticas noticias económicas y, sobre todo, laborales, de mi país, me sorprenda -no, no me sorprende: me angustia- en un sitio como éste, que parece salir adelante -lo justo- sólo porque la paupérrima bicicleta no sabe cómo caerse. A este pueblo le cuesta tanto el pan que los avatares empresariales del mundo occidental suenan aquí con menor énfasis que los ecos de un pandero. Las diferencias sociales, que son astronómicas, dejan en la calle a la gente que hace girar la rueda. Y las calles, repletas, reciben al extranjero con un sonido que no puede ser más que el de la vida. Una vida agotadora, un arrastrarse de millones de pies por el polvo por el que otros se arrastraron antes. ¿Crisis en Occidente? Bueno, díganselo a éstos. Les dirigirán una mirada que no podrán olvidar.

Hay otro paraje, muy distinto, a espaldas del Egipto oscuro y hondo: Alejandría. A finales del siglo diecinueve fue bombardeada por los ingleses, durante la guerra salieron de sus muelles buques británicos que luchaban contra los nazis. Cuando la nacionalización del canal de Suez por Nasser, en 1952, a punto estuvo de recibir más muerte y destrucción, pero Londres prefirió eliminar a los habitantes de Port Saïd, que está al lado, previamente al desembarco.

Sentarse ante la Corniche de Alejandría, en uno de los cafetines, con sus desgastados sillones en las terrazas; apoyar la cabeza en el pecho del tiempo y, por unas monedas, sorber un té y fumar un narguile, que aquí llaman shisha, mientras empieza el naufragio.

Eso hago.

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